Hay tardes en las que las calles de barrio Ameghino me hacen pensar en la Edad Media. Sé que esto puede sonar a disparate y tal vez lo sea.
Es que se trata de una impresión mía, una pura subjetividad de mi percepción que no puedo justificar. De hecho, cuando lo he comentado en público, se me han reído buenamente, como diciendo “¡Mirá vos qué tipo más divertido, las ocurrencias que tiene!”. Y entonces, tras esto, me he llamado a silencio. Sin embargo, hay una pregunta que no dejo de hacerme: ¿de dónde me viene esta certeza en la comparación, esta “verdad indiscutible” en lo percibido? ¿De las novelas medievales que alguna vez leí en la facultad? ¿Del cine? ¿De los documentales vistos por televisión? ¿De los relatos de mi madre en la niñez, que también provenían de las películas?
Para no quedarme con los relatos y los libros, también puse en el tapete de las posibles explicaciones mi paso fugaz por Europa, mis caminatas de pobre diablo por estrechas callecitas de España y Francia rematadas por un campanario de mil años. Pero no; tampoco podía ser “sólo” eso. Porque al andar por barrio Ameghino nunca pensé en las calles empedradas de Toledo ni en la Rue du Taur de Toulouse. “Acaso todo esto que parece un delirio no sea más que una asociación inconsciente”, me dije durante mucho tiempo. Y quizás hubiera seguido pensando así, de no ser porque hace poco decidí concientizar mis impresiones. Y entonces di con una fabulosa primera pista: las campanas de la Parroquia de Lourdes.
Normalmente, ante un acontecimiento estético, no somos conscientes de todos los elementos que participan en nuestro mecanismo de la percepción y que generan un resultado que podríamos calificar de “sorprendente”. Lo mismo pasa, por ejemplo, con la inmensa mayoría de las personas que escuchan música y no distinguen todos los instrumentos que suenan. Pero al dilucidar esos elementos, vemos que el resultado, en apariencia azaroso, pasa a ser lógico. Y esto fue lo que me pasó al darme cuenta de que muchas de mis caminatas tuvieron lugar a la hora de la misa. Porque el latón de esas campanas llamando a los fieles me recordó de manera lejana a la iglesia de mi pueblo. Y porque el campanario de Ballesteros tiene exactamente el mismo sonido que el campanario de Bidos, una pequeña ciudad medieval al pie del Pirineo francés, donde vive mi tía. Esto me trajo a colación la voz de mi madre, cuando me dijo en alguna depresiva y lejana tarde de invierno: “Hijo, la tía Tití se va a vivir a un pueblito francés del medioevo... ¡Imaginate los siglos!... Alguna vez lo vas a conocer...”. ¿Al medioevo? ¿Al pueblito? ¿Qué era lo que algún día iba a conocer? Recuerdo que fue la primera vez en mi vida que escuchaba la palabra “medioevo” y la centésima vez que mi madre estaba como en trance al hablar de “los siglos”. También me vino a la memoria una helada mañana, más cercana en el tiempo, en la que hice una entrevista al párroco de esa iglesia, el padre Gustavo Piva. Fue exactamente el 24 de junio de 2008. Lo acabo de chequear en mi archivo. Con el cura habíamos charlado de la copa de leche barrial y la idea de “caridad cristiana”, esa que era proporcional a ver en el otro el rostro de Cristo; una idea que se había desarrollado en la Edad Media. Me tranquilicé al hacer esta “investigación privada” en los vericuetos de mi psiquis, pero esa constatación tampoco me alcanzó. Había algo más que faltaba para cerrar el círculo. No podía ser que yo pensara en el “medioevo” sólo por un vago sonido de campanas y una concatenación de ideas.
Siempre fui, como la enorme mayoría de los hombres, esencialmente “visual”. Y si veo una cara que me hace acordar a alguien, es porque antes vi el original. En cierto modo, cada comparación obedece a paralelismos inconscientes en el archivo fotográfico de la memoria. Entonces pensé: “Visual”, “original”, “archivo fotográfico”, “memoria”. Así que en el acto prendí la computadora en busca de las fotos de mis notas y encontré las de aquella nota de 2008. Y ahí estaba la respuesta... Un atardecer de color fuego recortando los techos bajos del barrio y al fondo, como si fuera una iglesia de Toledo o de Toulouse, el campanario de Nuestra Señora de Lourdes. Y a mi memoria volvieron a sonar las campanas de mi pueblo y luego la voz de mi madre diciéndome, una vez más, “el Medioevo, hijo... Imaginate los siglos... Algún día lo vas a conocer...”.
Iván Wielikosielek
Especial