El paco, la droga, tanto hablar de esto suele desviar la mirada del sujeto, de la historia, de la suya, de la de su familia, de la de su barrio. Incluso, agregaría, la historia de las miradas y las escuchas que se le han dedicado. Acabo de leer el libro “Hueco de Vida. Subjetividad y exclusión”, de la psicóloga Aída Perugino que hace poco fuera socializado en el Inescer, sin presentación formal del mismo. Fue cuando la psicóloga concurrió junto a compañeros de su trabajo en la villa porteña “La Oculta” para dar una charla en la institución villamariense. Esta obra, editada por Yotser Libros, en agosto será presentada en la ciudad de Buenos Aires, más precisamente en la sede de la Biblioteca Nacional.
La mayoría de nosotros cuando pasamos frente a los escombros de un edificio derrumbado nos preguntamos qué pasó. Difícilmente naturalicemos ese desorden de ladrillos, aberturas, columnas y demás, pero sí resulta frecuente la naturalización de otros tipos de derrumbes, incluso frente a ellos en lugar de surgir preguntas acerca de las sus causales, aparecen los sufrientes como culpables de eso que les causa dolor. Aída Perugino en su libro nos habla de poblaciones que están en “situación de derrumbe social y subjetivo”. A partir de su experiencia profesional, nos acerca las duras cotidianeidades de la villa, de las casas tomadas, de los asentamientos provisorios (convertidos en permanente) y también de quienes viven en la calle misma. Cada historia es un golpe en la mandíbula, pero casi siempre se respira olor a esperanza. Desde el mismo título del libro se huele la posibilidad de hacer algo. “Hueco de vida”, arranca aclarando la autora, “es el modo en que se nombra al espacio o vacío que ha quedado formado en la estructura de un derrumbe, un lugar donde aún podría preservarse aire”, un lugar donde continúa siendo posible la vida. Pareciera querer prepararnos para lo que vamos a leer, nos advierte que entre los restos de los derrumbes hay “huecos de vida” pero, también, deja en claro que no es con improvisación o sólo con buenas intenciones que se logran los rescates. Y cuando reflexiona acerca de la intervención se le ve el oficio, la calle recorrida en su práctica profesional, porque va reflexionando desde lo más elemental para derribar prejuicios que suelen habitarnos.
Los relatos de Aída no son superficiales, más bien son producto de una mirada que puede partir de un detalle y va entrando en lo profundo de esas vidas. No describe personajes para una telenovela de la tarde, contextualiza, marca los dolores pero también pequeñas burbujitas de alegría que suelen alumbrar sonrisas. Momentos, escasos momentos, que se desvanecen en un mar de tiempo que ni futuro tiene. El hilvane de las historias es tan prolijo que a primera vista parecen dispersas por azar, pero poco a poco se va notando un sentido que no sólo está dado por los ámbitos en que se desarrollan esas vidas, sino, especialmente, por las interpelaciones que nos hace el texto que, debemos decirlo, tiene varias virtudes. Una de ellas es pegarnos esos golpes en la mandíbula con cada historia, tan fuerte como para sacarnos de los lugares de confort, desorientarnos y cuando buscamos con la mirada un punto de referencia nos acerca conceptos que nos ayudan a ver. Otra virtud del texto es que sin poseer ni una sola línea explícita acerca del desarrollo profesional de la autora, recorre vicisitudes de quien trabaja en esos espacios de vida, las luchas que debe librar junto a otros profesionales, las angustias que también llegan, los logros parciales pero importantes, y tantas cosas más. Poco a poco se nos va dibujando, con bastante claridad, las condiciones en que ejerce su profesión. Así aparecen un bar de estación de servicio o una vivienda humilde como ámbitos para la consulta.