Escribe
Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
El lago navegable más alto del mundo. Listo. Suficiente. No hace falta agregar más nada. La afirmación, de por sí, encierra sensaciones fuertes. Entonces, una pintura mental se va conformando a medida que aparece el agua infinita, las costas y los picos nevados que la enmarcan.
El Titicaca es, quizá, el espacio más universal de Bolivia. Conocido en el planeta entero, se ha convertido en un destino de culto. En la frontera con Perú, la belleza, la armonía y la leyenda del lago sentencian su carácter impoluto.
Rumbo a la Isla del Sol
No es poca cosa 3.800 metros de altura sobre el nivel del mar. Cuando uno va serpenteando por los caminos andinos, el cuerpo humano se encarga de recordárnoslo. En La Paz, el aire empieza a faltar. Pero en Titicaca, a unas tres horas de la capital boliviana, la sensación es diferente. Aunque la altura es aún mayor, el viajero se aclimata rápidamente. Las maravillas del contexto lo ayudan a curtirse.
Así, llegará la hora de subirse a los pequeños catamaranes que recorren el lago. Desde Copacabana (la cabecera de la región) el lanchón surca las brillantes aguas, abriendo el horizonte y descubriendo panoramas imponentes. La inmensidad se extiende incontrolable, hasta que choca con los Andes y sus cumbres abrigadas de blanco.
El destino es la Isla del Sol. Allí el terreno montañoso invita con caminatas que cruzan el terreno de lado a lado. Entre los vaivenes del camino, el visitante va descubriendo las herencias incaicas y aymaras. Algunas ruinas y construcciones atestiguan el antiguo dominio indígena. Mientras tanto, los habitantes de la Isla resisten como pueden el modo de vida moderno. Todavía conservan su idioma (el aymara) y muchas de sus milenarias costumbres.
Aún así, la masividad de los turistas ha tergiversado un poco el carácter sagrado que la isla tiene para los lugareños. Varios de ellos ven con malos ojos la presencia de extraños en aquella porción del paraíso. Gente que no respeta su suelo, dicen. Gente que ofende sus tradiciones.
La vida en el pueblo
De vuelta en Copacabana, el viajero recorrerá las calles de tierra para investigar más sobre las costumbres del lugar. Protegidos por los cerros Calvario y Niño Calvario, los locales llevan adelante sus actividades diarias, siempre ataviados con las típicas vestimentas del país. Clásicos sombreros bombín intentan en vano proteger las pieles curtidas por el sol, astro omnipresente en la cotidianeidad del Titicaca.
En este municipio de casi seis mil habitantes, la actividad rural emplea una buena cantidad de mano de obra. El resto de los habitantes viven del comercio, y del turismo por supuesto. En el mercado central, se compran y venden productos entre ellos. Mientras, afuera, los puestos de comida exteriorizan deliciosos e intensos aromas.
Muy cerquita del lugar se encuentra la Catedral del Santuario de Copacabana. Una gigantesca iglesia de considerable atractivo y particular esplendor. La estructura se mantiene en pie desde los tiempos de la conquista, cuando los españoles abordaron el altiplano desde este rincón del oeste boliviano.
Ser copacabanense
A pesar de su timidez y sencillez, los copacabanenses suelen festejar a lo grande. El momento de desinhibirse les llega en varias dosis al año. Las celebraciones, en su mayoría religiosas, se llevan a cabo al aire libre, entre trompetas, bailes y mucha chicha, la bebida característica.
Estos ritos populares también forman parte del patrimonio cultural regional. Copioso acervo de prácticas y usanzas que tiene al lago Titicaca como su eterno invitado de honor.
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