En italiano, “casino” es lo que en nuestra tierra gaucha y devaluada se conoce vulgarmente como “quilombo” (para qué darle más vueltas, con lo cara que anda la nafta). En castellano, en cambio, todos sabemos lo que significa: un lugar especialmente diseñado para que el hombre de calle tiente la suerte, y los adictos al juego se dejen la billetera, el auto, la casa y las tripas esperando que salga el 36 en la ruleta, mientras que a los dueños del circo se les estiran los colmillos y al Gobierno la codicia y el desatino, y las maquinitas sacan chispas entre delirios etílicos, frustración y falsas promesas, y las mujeres que de incognito venden amor deambulan a la expectativa de festejar con los ganadores y consolar a los perdedores, quienes aún con la certeza de los vejámenes sufridos, volverán a la noche siguiente a desgarrarse aún más. O sea, divina la propuesta. Es decir, y volviendo todo al principio como quien hace marcha atrás para ver que el cartel que no contempló antes decía “p… el que lee”, un quilombo.
Lo cierto es que el viajero tampoco está exento de las garras del casino. Porque cada ciudad de fuste que visita, cada urbe que tiene algo lindo para ver, también ostenta uno de estos centros de juegos que marean con las luces. Y si no radican en su seno, seguro que hay uno a pocos kilómetros, en alguna localidad famélica de productividad administrada por un intendente al que en la escuela lo gastaban hasta las maestras, y que entonces pensaba: “Ya van a ver cuando sea grande, me los voy a ensartar a todos”.
En fin, que capaz que uno se embrolla demasiado con este tipo de cosas y no contempla los aspectos positivos del asunto. Por ejemplo, que los casinos también pueden ser sitios para relajarse y pasársela bien, sobre todo estando de viaje. Eso siempre que no empecemos a gritar los verdaderos pensamientos sobre el particular, y que el guardia, que mide 2,10 y tiene la cara de Mayweather cuando lo levantan de la siesta, nos escuche.