Por Pepo Garay / Especial para EL DIARIO
San José de Maipo está a 45 minutos de Santiago, pero pareciera vivir a mil días. Apenas uno cruza el umbral del smog, de las corridas, de los embotellamientos (los “tacos” al decir chileno), de la capital trasandina con rumbo sureste, se presentan los paisajes de una cordillera escultural y magnifica. Y entre las fotografías surge este pueblo que cambia la locura del cemento por la armonía del pago chico, haciendo que la cara se relaje y las tradiciones hablen.
Ocurre que la localidad tiene todos los aditivos del Chile del interior, del Chile rico en cultura autóctona, de Latinoamérica, la que a veces cuesta encontrar en la gran metrópoli, tan mareada con los usos y las formas alquiladas de patrias del norte, ajenas. Ese rostro campirano, humilde y cómo es marca un cambio de 360 grados respecto a lo otro. Un vendaval de frescura, emancipación de las raíces. Sí, a 45 minutos.
Se empieza por la plaza de Armas, que es coqueta, bien mimada, con jardines, fuente y arbolazos que hacen un techo tupido y con parroquianos amenos, algunos al uso de los guasos (el equivalente al gaucho argentino) usando la chupalla (típico gorro de paja), la mano en la empanada, en el mote con huesillos (jugo con granos de trigo y durazno cocido). Lo fundamental del caso es sentarse en un banquito, ver cómo se pasea y contemplar, contemplar para siempre el tremendo paredón vestido de verde que se pone al frente, portento de montaña. Eso solamente, alcanza para justificar la visita.
Ni hablar cuando se comienza a caminar las calles, que presentan arquitectura colonial a una planta, pero con una característica que más puntos le vale: ¡Nadie se da cuenta del tesoro! La mayoría de visitantes (los brasileños a montones) pasan de largo, distraídos con lo que, ya se verá, ofrece el valle. Y por eso ni oficina de turismo tiene el pueblo, apenas algunos emprendimientos del rubro (un puñado de hoteles y hosterías, par de restaurantes y nada más). Qué mejor regalo para el viajero, quién así disfruta del pastel sin dilaciones ni molestias. Pasa por la encantadora y vital parroquia, construida a finales del siglo XVIII (poco después de la fundación de San José de Maipo), por el edificio de la alcaldía, por la cintura de casitas en fila, antiquísimas, coloridas y con toldo en teja. Entonces, rodeado de montañas, no puede creer el hallazgo.
Por el valle
Durante el paseo, que en ocasiones arroja también puestitos de artesanos, vendedores de productos regionales y revistas de Condorito, hay que estar consciente de lo que acopia el entorno. El valle se llama Cajón del Maipo, porque va persiguiendo el río Maipo entre dos cadenas montañosas, por un lado cerros como el Loma del Diablo (2.300 metros de altura sobre el nivel del mar) y el San Pedro Nolasco (3.200), por el otro, gigantes como el Peladeros y el San Nicolás (rondan los 4.000). Precioso lo que hay para ver, las cumbres nevadas de los andes (bien cerca anda el límite con Argentina).
Los caminos alternativos conectan con lagunas, cascadas, glaciares, centros de esquí y embalses, siendo el circuito más accesible el que lleva a El Toyo y su cascada, a cuatro kilómetros de la plaza. De continuar la ruta principal, pasando por las aldeas de El Melocotón, San Alfonso y San Gabriel (todas forman parte de la misma comuna de San José), el camino de asfalto se vuelve tierra, y a 50 kilómetros del pueblo surgen algunas termas, como los Baños Morales y los Baños Colina. La compañía la ponen la nieve, el Cerro El Morado (5.000 metros), el Volcán San José (casi 6.000) y el sosiego en ebullición.