Vaya vida la de Roger Casement (1854-1916), aventurero poco conocido por las masas (sus fotos no han recibido ni un mísero “me gusta” en Facebook, a pesar del libro “El Sueño del Celta” que le dedicó Mario Vargas Llosa), pero de una notable relevancia en términos históricos. Empleado del Imperio Británico, el diplomático se pasó las décadas viajando por todo el mundo, luchando sin cuartel contra los atropellos coloniales cometidos en el Congo Belga y en el Amazonas, para luego hacer suya la causa de la Independencia de Irlanda, y en suma dejarse los nervios y el pellejo en la incesante búsqueda de la justicia y la libertad de los hombres. Es como para contemplar nuestra propia existencia, la panza cada vez más prominente de tantas horas en el sillón y tan poco aporte a la humanidad, y sentir vergüenza de uno mismo “¿Ah cómo, no me da?”, dijo Felipe, el Felipe que todos llevamos dentro.
Casement nació en las afueras de Dublín, y antes de cumplir los 20 años ya estaba en el corazón de Africa. Allí, siendo funcionario de la Foreign Office, denunció las terribles violaciones a los derechos humanos que empresarios y militares consumaban en contra de los habitantes del Congo Belga (que trabajaban en condiciones paupérrimas, recogiendo el caucho que brotaba de los árboles). Lo mismo hizo en el Amazonas peruano, ganándose así la enemistad de los poderosos y varias amenazas de muerte. Con todo, a este adalid de las causas perdidas nunca le tembló el pulso, salvo la vez que se clavó siete pastillas de éxtasis pensando que eran tic-tacs.
Tras casi 20 años viviendo en la selva (en el medio también realizó actividades diplomáticas en Nigeria, Mozambique y Brasil), se lanzó a la batalla por la independencia de su amada Irlanda. El objetivo patriótico lo llevó a Estados Unidos y Alemania, entre otros países, antes de morir como un mártir en Inglaterra. Digamos que se le daba bien eso de moverse de acá para allá. Si no pregúntenle a su agente de viajes, que gracias al bueno de Roger se compró cuatro Audi.