Por Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
La Costa Brava es una región del noreste de España, en la Comunidad Autónoma de Cataluña, caracterizada por la voluptuosidad de sus paisajes, de cerros verdes y salvajes que en forma de abruptos cañadones bajan a un mar cristalino y sereno, materializando calas y playas que cambian arena por piedritas y caracoles, entre rocas de mil formas y un ambiente general a lugar soñado. Y allí, prácticamente coronando el área, ya muy cerca de Francia, surge radiante Cadaqués, uno de los rincones más especiales de la vieja Europa. Aldea que supo ser exclusividad de pescadores y que después también se convirtió en hogar de artistas y bohemios (Dalí por caso), y de ambos bandos se enriquece el terruño para definirse.
Como uno de los famosos pueblos blancos de Andalucía, Cadaqués pinta su rostro de casitas pálidas, desordenadas en la forma que se desparraman por los vericuetos y las calles de adoquín en sube y baja, pero muy preocupadas ellas por sus terminaciones. Tienen dos pisos, balcones, tejados, maseteros con flores y ventanales en madera que dan al Mediterráneo, en una línea de costa que se extiende despreocupada. Por ahí anda la Iglesia Santa María, referente arquitectónico y símbolo, el Castel de Sant Jaume; y la Casa Blaua, la Casa Federico y Víctor Rahola y la Escuela Caritat Serinyana, todas joyas del modernismo llegado desde la cercana Barcelona. A las espaldas quedan las laderas y los picos, y al frente el agua y las barcas a remo reposando en las esquinas, en playas diminutas como Portdoguer, Des Pianc y Es Poal. Algunos yates se hamacan en el centro de la bahía, en la playa central, junto al paseo marítimo y los restaurantes.
La buena vida
Aterrizar en sus dominios ya mueve los sentidos. Bien aislado está el pueblo (prácticamente perdido, para lo apretado que anda el mapa europeo), por lo que para alcanzarlo hay que cruzar montañas, las del Parque Natural Cap de Creus (“Cabo de Creus” en catalán). Ya en las cimas, se empieza a divisar Cadaqués, bañándose en el litoral, y dan ganas de lanzarse y darse un chapuzón con él, nadar a su lado, disfrutar del sol que en esta parte del mundo es casi una constante.
Así de entusiasmado golpea la puerta el viajero. Se la abren 3 mil habitantes, amantes de la buena vida sin pecar de esnobs, que para eso hay otras localidades, en la Costa Brava y en toda España. Aquí es un poco más rebelde la cosa (rebelde con estilo, eso sí), gente que no busca el cartel pero sí la contemplación de la existencia, el ver pasar amaneceres y atardeceres, si es con una copa de vino y algunos mariscos surcando una paella, mejor. Están los originarios también, los de siempre, menos letrados aunque igual de relajados que los venidos de afuera. Todos comprenden bien los enormes beneficios de habitar estas latitudes.
El que lo entendió mejor que nadie fue Salvador Dalí, uno de los emblemas del surrealismo, quien de la Bahía de Portligat (dentro de los terrenos municipales, a unas 15 cuadras del centro) hizo su lugar en el mundo. La visita a su casa, hoy museo, representa la oportunidad para adentrarse en las locuras del genial artista, el mismo que inspiró a muchos de sus colegas a echar raíces en el epílogo de la provincia de Girona.
Continuando desde la casa hacia el norte, unos 7 kilómetros de caminata alcanzan para llegar al faro del Cabo de Creus, y sentirse realmente en un Finisterre. Antes, el circuito sirve para revolotear por las calas, esas pequeñas ensenadas que la caprichosa montaña forma en sus costas. En algunas, los intrépidos e intrépidas se tuestan al sol como dios los trajo al mundo. A sus anchas, la belleza del mar al lado y Cadaqués a tiro de piedra, la libertad les sienta de maravillas.