El tren de la dignidad
El hombre que siendo adolescente llegó a Buenos Aires en el tren de la pobreza, fue quien puso en marcha el tren de la dignidad.
El Tren Sanitario Argentino fue una de las obras emblemáticas del revolucionario sanitarista.
La Fundación Eva Perón fue el sustento de tan magna empresa. Sostenida, básicamente, por el aporte de las organizaciones obreras la fundación liderada por Evita puso en marcha al tren pergeñado por Carrillo.
En 1950 se inició la construcción del proyecto. Una docena de vagones traccionados por una locomotora a diésel, provistos de motores electrógenos que suministraban la energía necesaria para el hospital itinerante.
El tren contaba con medio centenar de profesionales, entre médicos y enfermeras; además del personal ferroviario. Aquellos hombres y mujeres permanecían a bordo de la formación ferroviaria de cuatro a seis meses. Seguramente, los abnegados sanitaristas imbuidos por el espíritu revolucionario de Carrillo vivían cada día como una gesta solidaria, fundacional del sentido social de la medicina.
El tren, formalmente era enviado por el Policlínico Presidente Perón. No se trataba de un mero gesto político ni demagógico. No era una insinuación transformadora o un atisbo de política social. Era la revolución en sí misma, política y cultural. Era un hecho concreto que modificaba las asimetrías sociales preexistentes articulando la relación del Estado con el pueblo.
La revolución sanitaria marchando al paso implacable de la locomotora.
Se vivía un cambio de paradigmas. El paso “violento” del Estado excluyente, oligárquico, xenófobo; al Estado liberador o tal vez benefactor, popular pero, en definitiva, profundamente democrático.
Estaba presente el pueblo y en él la democracia, entendida como instrumento de la igualdad de oportunidades. Como la única manera de que las mayorías estuvieran representadas.
El tren de Carrillo contaba con farmacia, laboratorios, sala de rayos X, sala de cirugía y sala de partos. También estaba provisto de una sala odontológica, en tiempos en que la dentadura era algo secundario con respecto a la salud.
Era muy importante, en ese tren que penetraba hasta los recónditos lugares de la Patria, la sala de ginecología con personal especializado.
En otro vagón de la trashumante experiencia sanitarista de Carrillo, se aplicaban vacunas de acuerdo a la realidad de cada región, se realizaban placas radiográficas y hasta un laboratorio de análisis clínicos funcionaba sobre los rieles.
Pero también, había que improvisar sobre la marcha o más bien recurrir a la buena voluntad del personal a bordo ya que cuando el tren se detenía en algún remoto paraje, desde todos los rumbos cercanos y no tanto llegaba la gente con sus urgencias. Entonces, los días previstos para la atención en esa parada solían exceder lo previsto. A lomo de mula, a caballo, caminando, con niños en brazos, centenares de hombres y mujeres acudían al llamado del inédito servicio estatal.
Y el tren sanitario permanecía en el lugar hasta que la última dolencia encontrara el bálsamo de la atención médica.
El consultorio odontológico era el más concurrido, ya que esa especialidad no tenía, hasta entonces, gratuidad en la atención pública. Simplemente, los pobres se quedaban sin dientes o sus dolencias eran paliadas con métodos no ortodoxos. Los curanderos tenían una fuerte ascendencia sobre la gente, con todo lo que eso significaba.
Nunca antes, el Estado nacional había estado tan omnipresente en la salud del pueblo. Punto de partida para todo desarrollo humano.
Cuerpo, mente y alma
El proyecto sanitarista itinerante de Ramón Carrillo no sólo contemplaba la atención médica coyuntural, sino que también ponía en marcha la medicina preventiva. Se realizaban análisis con resultados casi inmediatos, se registraba la condición social, la infraestructura habitacional de los pacientes y se confeccionaban las historias clínicas de cada uno de ellos.
En ese tren el Estado se les confería categoría de “ciudadanos” a los marginados de la historia. Al fin, aquellos argentinos y argentinas eran considerados personas.
Carrillo entendía la salud como el bienestar del cuerpo, de la mente, pero también del alma. Por ello, el tren disponía de un vagón que oficiaba como sala de espera con un cinematógrafo en el que se proyectaban películas de distintos géneros.
En esa pantalla fijaban los ojos, absortos, conmocionados, quienes nunca habían visto el mundo de las fantasías. Quienes jamás imaginaron que esas imágenes podían hacerlos reír, emocionarse, llorar, transportarlos a la dimensión de los sueños.
Mientras esperaban ser atendidos, aquellos habitantes del olvido estallaban de risa ante los movimientos de Chaplín o las ocurrencias de Cantinflas. Tensaban sus músculos cuando John Wayne perseguía a los apaches o se acongojaban cuando Tita Merello o Mirtha Legrand eran despechadas por algún indolente galán.
Entonces, la espera en la sala cinematográfica era también un acto de justicia social. Hasta entonces, privilegio de unos pocos.
Cada partida del tren sanitario era saludada por exclamaciones de júbilo, la gratitud de los pobres, las manos agitadas en adioses y esperanzas, chambergos lanzados al aire, vivas a Perón y Evita que tronaban en los agrestes y desolados paisajes.
La Patria igualitaria marchaba sobre rieles.
El tren sanitario, con su carga de dignidad, rodó desde 1951 hasta 1955, cuando el odio venció al amor y la Patria descarriló.
Por allí andaba el tren, los médicos nacionales, la rebosante salud de una causa revolucionaria, cuando en julio de 1955 las hienas de la oligarquía que se resistía a aceptar tanto desparpajo popular, tanta inclusión de las masas en el reparto de las riquezas, desde tiempos pretéritos privativas de unos pocos, desgranaron su hiel sobre plaza de Mayo.
Aquella mañana de invierno, el sórdido trepidar de las bombas terroristas arrancaba de cuajo el árbol de la dignidad social y el plomizo cielo de Buenos Aires presagiaba la tenebrosa oscuridad de los años venideros.
En septiembre triunfaba el golpismo fusilador y Perón se alejaba del país para evitar la sangría inevitable. Sangría que no se pudo evitar ya que fue el germen de la posterior violencia y el exterminio de lo más prodigo de una generación. Treinta mil desaparecidos incubó el huevo de la serpiente.
El terror del 55 hizo descarrilar para siempre al tren de Ramón Carrillo y con él se derrumbó la experiencia sanitaria más grande de la historia.
Rubén Rüedi
Autor del libro “Ramón Carrillo. Al gran pueblo
argentino salud”, en edición.