Millones de personas visitan cada año La Meca. No es que la urbe, del tamaño de Córdoba capital, sea tan bonita. Tampoco cautiva por su clima, de 50 grados a la sombra que cocinan a las palomas a fuego lento, lástima no haber traído el romero ni las hojitas de laurel. Lo que ocurre es que la metrópoli del suroeste de Arabia Saudita es sagrada para los seguidores del Islam, esa religión monoteísta que enaltece la figura de Alá. Dios de quien no haremos ningún tipo de comentario polémico aquí, simplemente por las pocas ganas de amanecer en una pira incendiaria.
Ciudad natal del profeta Mahoma, La Meca tiene su mayor emblema en la Masjid al-Haram, considerada la mezquita más grande del mundo. De notables dimensiones y diseño, el lugar es el principal punto de referencia para los peregrinos. Sobre todo en el mes del Hajj, cuando el templo con patio al aire libre rebalsa de multitudes que giran y rezan en torno de una gigantesca piedra negra llamada Kaaba. Particular esta Kaaba, que no alberga vinos pero sí una mística impresionante, haciendo que todo musulmán practicante (no importa en qué parte del planeta se encuentre), se incline en dirección a ella mostrando su respeto y admiración. Lo que darían la mayoría de los políticos criollos y sus extraños desordenes psicológicos por ser Kaabas por un día.
Otros sitios de visita obligada para los peregrinos son el pozo de Zamzam (cuyas aguas estarían bendecidas por Dios, de acuerdo con la tradición islámica) y el Monte Arafat, en el que se cree que Mahoma pronunció su último discurso. Allí descansa un muro de casi 30 metros de altura que representa al diablo y que los musulmanes apedrean, muy al uso de los hinchas de Sportivo Belgrano de San Francisco.
Tras la descarga, los fieles se marchan de la ciudad, el alma purificada después de haber cumplido uno de los llamados “Pilares del Islam”. Faltos de champán (el alcohol está prohibido en su religión), brindan con geitoreit.