No es lo mismo ser hijo de Zeus, el todopoderoso dios de la mitología griega, que de Juan Carlos, el panadero del barrio. Pues pavada de línea genética la que le tocó a Hermes, quien insatisfecho con su ilustre y olímpica descendencia, se calzó el traje de “dios de los viajeros”. Y cómo no rendirle un pequeño homenaje entonces, si hasta Niki Lauda o Mestre recibieron el suyo.
Nacido del encuentro amoroso entre Zeus y Maya (cómo llovieron rayos y centellas aquella noche), Hermes fue rápidamente designado “mensajero de los dioses”. Una especie de heraldo divino y alado (lo explicitan el sombrero y las sandalias con alas que luce, qué hawaianas ni ocho cuartos), que se la pasaba yendo de un monte sagrado a otro tratando de memorizar recados celestiales. “Decile a la Maya que me deje de romper con cartitas románticas, que si se llegan a enterar Atenea, Hera, Afrodita, Selene, Artemisa, Hestia, Perséfone o María Dolores, se me arma la de San Quintín”, fue uno de los últimos que le dio su padre.
Pero no se quedó ahí el Hermes. Entusiasmado con eso de moverse de acá para allá, le agregó a sus labores el ser custodio de los viajeros, a quienes guiaba en sus periplos por el Peloponeso y allende “Agarrá Georkatis y a la altura de Pitágoras dobla a la izquierda. Entonces tomá el camino que va a Papartopulos y dale derecho hasta Oriclenes. Una vez ahí, pegá la vuelta y seguí”, le indicaba a los caminantes, porque además de caritativo, era muy bromista y picarón.
También se encargó de cuidar a los comerciantes, a los campesinos, a los atletas y hasta a los ladrones. Incluso llegó a ocuparse de llevar a los muertos al inframundo, antes de que los romanos lo fundieran con otro dios y lo llamaran “Mercurio”. El hubiera preferido “Globetrotter” o algo más de su estilo.