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14 de Septiembre de 2014
RECUPERACION y patrimonio
Cementerio de Villa Nueva: la arquitectura del más allá
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Creado en 1871 alrededor de dos inexplicables tumbas paradas, el cementerio San José es uno de los más antiguos de la región. Su sepulturero con más tiempo de servicio, don Miguel Angel Ramos, habló de las reliquias que encierran sus muros, de los turistas que vienen a visitar a “los primos suicidas” y de algunos hechos estremecedores que ocurren cuando la noche se mezcla con el día
 
Nunca es una buena idea entrar a un cementerio vacío. Ni siquiera a las dos de la tarde de un día de semana para tomar fotografías. De lo contrario, se corre el riesgo de quedar desfasado de la dimensión espacio-tiempo, con los sentidos aturdidos por un silencio que pareciera ser previo a la especie y sin referencia alguna del mundo exterior. Y así, con la apertura de nuevas e ignoradas puertas de la percepción, el caminante solitario puede hundirse en oscuros abismos de su psiquis como en una pesadilla. 
Debí tener en cuenta todos estos consejos previos del sentido común antes de aventurarme en el cementerio San José. Pero una vez adentro, descubrí que ya era demasiado tarde. Y en busca de un oráculo o una señal miré hacia arriba, hasta que mis ojos dieron con un ángel de piedra que se levanta en el primer panteón. Se trata de una talla alada sin indicio alguno de pertenecer al cielo o al infierno, como la muerte. Y aquella figura pareció decirme: “No debiste traspasar esa puerta”. Pero era sólo mi voz poniéndole palabras a lo que nadie dice desde el más allá. Le pedí entonces, con humildad, a esa figura, que me guiara en esta pequeña aventura por la ciudad de los muertos, que cuidara mi espíritu de ignoradas formas de intemperie, que me mantuviera íntegro hasta la salida. Pero el ángel de piedra permaneció callado otra vez. La ráfaga de un viento repentino que sopló desde el sur pareció ser su única su contestación. Y como Ulises en el Hades o Lot en Gomorra, me adentré al oscuro reino sin mirar hacia atrás.
Al igual que la ciudad que lo contiene, el cementerio San José es una réplica de Villa Nueva. Sus avenidas principales están bordeadas de panteones similares a las casonas antiguas del microcentro, construcciones de un lujo inconcebible para el presente de estas latitudes. Y es que “esas casonas para el descanso eterno” también pertenecieron a acaudaladas familias tradicionales. El panteón de los Freytes, por ejemplo, que con su estilo monumentalista se parece a un santuario color arena en las márgenes del Tigris. O el de las Hermanas Adoratrices, el más clásico y uno de los mejores conservados. Más adelante, el mausoleo de los Villasuso quizás sea el monumento más pretencioso de todos. Y se levanta como un obelisco egipcio o un zigurat asirio. Acaso para demostrar que la muerte es una experiencia monumental que trasciende (y a la vez religa) los tiempos y las culturas, las ciudades y los desiertos. A su lado, el panteón de Aniceto Pedernera parece abandonado desde hace siglos. Con su mampostería de ángeles descascarados bien que podría ambientar las pesadillas góticas de Bram Stoker. Y al fondo del primer cruce de avenidas, con la sombría belleza de un derruido hospital público, se recorta el Osario, como la silueta de una mansión siniestra contra el cielo deshilachado.
La primera avenida perpendicular divide a la ciudad de los muertos en dos mitades y a continuación empiezan los nichos de clase media; apellidos de obreros italianos y panaderos españoles unidos a franceses, vascos y eslavos. Gente sin abolengo en un barrio de techos bajos y casas iguales. Más atrás del anillo de la insignificante burguesía y cuando el pavimento deja su paso a las calles de tierra, se ingresa al terreno de cruces clavadas en tierra; los barrios humildes donde no hay panteones ni mausoleos, sólo la tierra hambrienta de restos mortales que volverán al polvo. Pero (y curiosamente) en una franja imprecisa que divide los panteones bajos de las cruces en tierra, el caminante solitario se encontrará con la mayor reliquia del cementerio San José: las tumbas paradas. 
 
Romeo y Julieta a orillas del Ctalamochita
Se trata de un extraño complejo de sepulturas verticales (únicas en Sudamérica según los historiadores) entre los que se destacan dos de la altura de un hombre; nichos cilíndricos rematados en pequeñas cúpulas como iglesias en un campo. Levemente separadas la una de la otra como dos Torres de Pizza cayendo en sentido inverso, sólo tienen una inscripción con pintura blanca: “Aquí descansan los descendientes y fundadores de Villa Nueva. Año 1870. Flia. Carranza”. Cuando leo la placa, siento que ha parado considerablemente el silbido asmático del viento entre los paredones cariados del sur. Alrededor de estas tumbas (acaso más antiguas que la fecha que se transcribe) se construyó el actual cementerio. Entonces a mi memoria viene la historia de los “primos suicidas” del libro de Pablo Granados (“Villa Nueva, un pueblo con historia”, 1975). Repaso el apunte en mi viejo cuaderno: “… Entendemos que este tipo de sepulturas existen solamente en Villa Nueva y en un pueblito de Italia, lo cual constituye una verdadera rareza… A ello agregamos la consabida leyenda, que es en definitiva la poesía de la Historia. Observamos que uno de los túmulos (el de la derecha) está separado de su igual. Según la leyenda, las tumbas pertenecían a dos primos hermanos a quienes las exigencias familiares pretendían unir en matrimonio… Días antes de que esto ocurriera, ambos se quitaron la vida. Sepultados en dos tumbas unidas, pocos días después, la de la niña se había separado de la del muchacho. Los esfuerzos realizados para que conservara la perpendicularidad fueron inútiles en todas las oportunidades, de tal manera que los dejaron separados para siempre”…
Un cementerio (pienso) no sólo replica el trazado arquitectónico de la ciudad a la cual pertenece, sino también su concepción espiritual. Y si toda la raza humana fue fundada, según el mito bíblico, alrededor de una pareja desobediente que perpetró un hecho sangriento (“parirás con dolor”) lo mismo pasó en Villa Nueva. Porque su inmensa ciudad de los muertos aún gira en torno a este Adán y Eva sin nombre, alrededor de esa pareja joven y perfecta, fallida y sangrienta. 
Pero en esos momentos y mientras repaso el cuaderno, me tranquiliza la súbita voz de una niñita jugando en algún lugar impreciso tras la tapia. Me alejo de esos pensamientos truculentos y doy unas vueltas más al camposanto tratando de ver a la niña. Sin embargo, no la encontraré jamás. Ni a ella ni a sus padres ni ningún indicio de vida. Me voy agradeciendo al ángel de la entrada que sigue enmudecido en cemento y musgo y una vez afuera me tranquilizo. Pero esa sensación de paz se esfumará al otro día, cuando el escritor Luis Luján (especialista en leyendas villanovenses) me cuente que de tanto en tanto y cerca de las tumbas de pie, se escucha la voz de la chica suicida; como si aún jugara al amor en su jardín primitivo.
 
Breve charla con el sepulturero 
Con 11 años de servicio en el turno tarde, Miguel Angel Ramos es el empleado más antiguo del camposanto. Lo encuentro a las 18, a la tarde siguiente, y le cuento mi experiencia de la víspera. “Lo que pasa es que acá se corta de 12 a 14.30 -me dice con precisión gremial- y vos viniste en medio de los turnos”. Le digo que tiene razón y que eso explicaba mi soledad, pero que de todas maneras hoy llegué justo para el reportaje. “¿Y qué querés que te cuente?”, me dice. “De las tumbas paradas, si viene gente a visitarlas…”. “Viene gente de todos lados, hasta de Estados Unidos… -dice el hombre y señala a lo lejos-. A veces hay contingentes enteros que llegan en colectivo y piden permiso a la Municipalidad para sacar fotos. ¿Querés que las veamos?”. Le digo que con todo gusto, como si fuera la primera vez. Así que me dirijo con mi guía al pequeño santuario de los Carranza. Y una vez allí, Ramos me confirma la historia de los “primos suicidas”. Tras las bóvedas cilíndricas con remates de cúpulas, le pregunto por los montículos pequeños. “Según dicen, hay restos de indios enterrados ahí, gente de raza india que vivía por esta zona”, dice el hombre. Pero el silencio pareciera sepultar en el acto sus palabras también. “¿Y nunca vio cosas raras por acá?”, le pregunto para cambiar de tema, y dándome cuenta de que me acabo de meter en uno bastante peor. “Sí. Acá hay mucha brujería. Hace cosa de 15 días había una gallina destripada que andaba caminando hasta que la pobrecita cayó muerta. Tiempo atrás, mi señora vio un pollo blanco inmenso lleno de cintas. Dos por tres se encuentran velas, sapos con la boca cosida, animales muertos… Son cosas de maldad que hace la gente...”. “¿Y qué me puede decir de los panteones más antiguos?”, le pregunto. “Vení”, me dice. Y tras enseñarme el panteón piramidal de Villasuso, Ramos me conduce a una sucesión de nichos bajos. Allí, grabado en el precario mármol de la eternidad, leo “Familia Pedrazzani”. “A esta señora la enterramos hace poco -dice indicando un nicho recientemente revocado-. Tenía como 100 años. Era de los Pedrazzani de la estación de servicio frente a la plaza y ella supo tener una mercería”. Leo los nombres de las tumbas vecinas y no dejo de sorprenderme con el de Francesca Pedrazzani, nacida en 1880 y muerta en 1896, a los 16 años. Si mi conocimiento del italiano no me falla, la joven murió en Suiza. ¿Trajeron sus restos en barco? ¿Cómo era cruzar el Atlántico en el Siglo XIX con un cadáver o una urna? Son preguntas que me hago al voleo. Sin embargo, Francesca no será la única joven decimonónica enterrada en el San José; porque casi como si me adivinara el pensamiento, Miguel Angel me lleva a visitar la tumba de Elisa H. de Maier, nacida en 1892 y fallecida en 1911. En un momento y entre un sector de nichos humildes, el sepulturero me mostrará la tumba más romántica y dolorosa de su rosario personal; con una foto en colores donde una señora de facciones muy bellas aún parece sonreírle. “Es mi esposa –dice el hombre en tiempo presente. En diciembre va a hacer un año que murió. Yo justo estaba de guardia esa tarde. El día anterior habíamos comprado en Musicalísimo una mesa que a ella le gustaba mucho. Además, teníamos planes para Navidad…”. Ramos no se quiebra, pero hace un silencio más denso que la lápida de la tarde. Y me pregunto si este hombre seguirá comiendo en esa mesa todavía, si la suya no será una práctica suicida de activar los vampiros de la melancolía, si en el fondo de todo Ramos no estará siendo el único poeta vivo en la tarde de las dos ciudades. Pero sólo son conjeturas que no salen de mi boca sellada con el estaño de los ataúdes. Cuando estoy por despedirme, el hombre me dice “te quisiera pedir, muchacho, si no te sería molestia poner en la nota que los trabajadores del cementerio tenemos un refugio que se llueve por todos lados, que es una vergüenza porque en invierno nos morimos de frío y en verano es un horno. Es para ver si la Municipalidad nos mejora las condiciones a los muchachos que trabajamos acá…”. Le digo que no hay problemas y que en el fondo me hace bien esta digresión gremial, para no pensar por un rato en el fascinante y depresivo reino de los muertos. “¿Y cuándo estaría saliendo la nota?”, me pregunta. Le digo que el domingo, si Dios quiere. “Entonces la voy a leer en el Hospital, porque el viernes me operan”. “Mucha suerte en el Hospital, don Miguel”, le digo, tendiéndole la mano. Y el hombre se saca la gorra por primera vez en toda la tarde y me devuelve el apretón. “Gracias, muchacho, y buen viaje”. Lo dejo solo a Ramos entre sus muertos y vuelvo a mirar el ángel en las alturas. Una vez más lo saludo y le agradezco haber salido sano y salvo, pero sigue sin contestarme. No es por mala educación, simplemente es indiferente como la muerte. Y siento que a su voz la escucharé algún día del otro lado de esta vida. Como aquella nena que no deja de reírse tras la tapia de mi percepción enfebrecida.
 
Amanda y Joaquín
Luis Luján es escritor y coordinador del proyecto “Leyendas Urbanas” del CENMA, en el secundario para adultos de Villa Nueva. Lo entrevisto por la presentación del libro del taller, pero inesperadamente me aporta un dato valiosísimo sobre las tumbas paradas. Lo consigno y se lo agradezco desde estas páginas. “Lo que te voy a contar es un dato que nos entregó el historiador local Armando Fonseca. Cuando la familia Carranza dona el terreno para el cementerio, las tumbas ya existían. Y además tenían cierta antigüedad. No hay en toda Sudamérica enterramientos similares. Sólo vamos a hallar algo así en Francia, en la zona de Toulouse. Y en el libro del historiador Rubén Rüedi, nos enteramos de la llegada de vascos y franceses por esa época a Villa Nueva, lo que le daría verosimilitud a la conjetura. A lo largo de la historia hubo dos intendentes villanovenses que pidieron la apertura de las tumbas, pero les fueron negadas. Por lo tanto se desconoce quiénes yacen dentro. Lo que no explica la historia lo cuenta de una forma romántica la leyenda. Por ese tiempo, la economía de Córdoba se basaba en el ganado mular, pero con la llegada de los inmigrantes se activa la agricultura. Y el Gobierno provincial exigía a las familias cierta cantidad de hectáreas para darles un préstamo a 50 años. Como estas dos familias (los Carranza y los Domínguez) no tenían esa cantidad de hectáreas, decidieron unirse para sumarlas entre los dos. Y para eso, quisieron casar a esos dos adolescentes que eran primos. Pero ellos se rehusaron y pocos días antes de la boda se suicidaron. El nombre de la chica habría sido Amanda y se cuenta que muchas veces se la puede escuchar por el cementerio. Tiene la voz de una niña o adolescente, como si aún jugara al amor entre las tumbas; quizás para recuperar la felicidad que el suicidio le negó. El nombre del chico se desconoce, pero nosotros le pusimos Joaquín. De algún modo fueron los Romeo y Julieta del Ctalamochita. Por eso es que sus tumbas siguen ejerciendo tanta fascinación y poder en la gente. Y atraen, sobre todo, a los jóvenes enamorados”. 
 
Iván Wielikosielek

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