Tuve el inmenso privilegio de compartir varias experiencias con Gustavo Cerati. De todas aprendí algo. Como los verdaderos maestros, sus enseñanzas fueron imperceptibles en el momento y torcieron mi forma de ver la vida a medida que se proyectaban en la línea del tiempo.
La mente suele ejercer un mecanismo de defensa para no dejarnos caer en los tristes pozos en donde nos hunde la existencia. Ese mismo mecanismo es el que me hace evitar pensar en la muerte de un amigo. Algunos, más racionales, trataban sin éxito de restarle posibilidades a la pelea desigual que llevaba Gustavo contra la naturaleza de su mal. Finalmente, su alma se desprendió y, como en aquel video del tema “Puente”, empezó a caminar en el aire buscando su mejor estado.
Decir que fue uno de los más grandes artistas de nuestro rock es quedarse corto. Creo que nadie ha tenido la visión total del juego de la música. Algunos fueron grandes instrumentistas, otros grandes poetas, otros dotados de una buena voz, otros grandes empresarios de sí mismos. El era todo eso de una forma natural. Meses antes de cada gira empezaba a planificar el nuevo show. Imaginaba el escenario, las luces, el vestuario de los músicos, la lista de temas, los bises. La diferencia con la mayoría de nosotros era que meses después todo eso existía en el escenario. Lo pensaba y lo hacía.
Queda en mi recuerdo su generosidad. Jamás me hizo sentir menos. Siempre se interesó por cómo estaba (algo raro en un mundo donde los egos suelen ahogar a los artistas) .
Definitivamente, es un momento muy difícil para todos los que amamos el rock argentino. Los años 80 arrasaron como un tornado con las muertes de Luca, Federico Moura y Miguel Abuelo.
Después de una tregua, el fatal destino (con renovadas fuerzas) nos arrancaría de un plumazo a los más queridos ídolos de la gente. La trágica muerte de Pappo, Mercedes Sosa, Sandro, Spinetta y ahora Cerati, como una bomba atómica despiadada y cruel. Sólo la música podrá consolarnos.
Guillespi, para la Agencia Télam