En su versión original en inglés, la película se llama “Into the Wild”, y en nuestro idioma fue traducido como “Hacia rutas salvajes”. Lo raro es que no le hayan puesto algo como “Aventuras por la ruta” o “Las locas andanzas de un tipo que viaja”, rindiendo honores a una vieja tradición de los productores de titular los filmes al castellano justo después de aspirarse una bolsa de nuez moscada.
En concreto, la obra indaga en la experiencia de Christopher McCandless, un joven que se lanza a recorrer los caminos sin más anhelos que el de conocer nuevos lugares y alejarse de la vida mundana. Esa que nos tiene haciendo una hora y media de cola para pagar la boleta del gas, y de tal forma poder cocinar unos fideos con salsa que tienen tanto sabor a desesperanza como los que les sirven a los presos de Guantánamo.
Así, el protagonista transita buena parte del oeste de Estados Unidos a dedo. En lo vital del periplo, descubre lo poco que hace falta para ser feliz, y lo mucho que puede durar un calzoncillo sin pasar por agua. También conoce gente de diversa calaña, de la que saca múltiples aprendizajes y las más profundas conclusiones sobre la existencia humana: “Dejarte la barba candado puede parecer una buena idea, pero en realidad te da un aspecto de pedófilo que tumba”, podría ser una de ellas.
Luego del primer deambular, McCandless decide ir más allá y continúa su viaje en Alaska, donde sólo buscará la compañía de la naturaleza. Muy lindo le resulta ser libre entre montañas nevadas y bosques, alucinantes los paisajes y la pureza del entorno. Hasta que se da cuenta de lo poco proclives a contar anécdotas de la secundaria que son las ardillas y el malondón que cargan los alces a la mañana.
El final de la película (dirigida por Sean Penn y basada en una historia real), mejor no revelarlo. Arruinaría la sorpresa, anticipando la cara de “menos mal que tengo estufa y PlayStation”, del espectador.