Como buenos tanos, los friulanos se dispersaron por todo el mundo. Buscaban tierras prósperas donde poder soñar con un futuro digno para sus hijos y así llegaron a la Argentina. Vale aclarar que estos traslados se produjeron entre mediadios y finales del Siglo XIX, cuando nuestro país era un canto al progreso y las oportunidades, y el porcentaje de garcas que en él vivían era ínfimo, muy distinto al 35% actual.
Los oriundos de la zona noreste de Italia vinieron en un contingente que tuvo particular impacto en tres provincias: Santa Fe, Chaco y Córdoba. En territorios mediterráneos se instalaron al norte de la capital, fundando Colonia Caroya. Las caras de los pobres cuando vieron las condiciones de la tierra, no muy fértil y cubierta de monte... “¿Para esto nos hubiéramos quedado en Friuli, no?”, le dice un inmigrante al de al lado. “¿Qué es Friuli?”, le responde el otro, un negro que se había subido al barco a la altura de Senegal, pensando que lo llevaban a una colonia de Haití y que ahora entendía porque sus amigos Olembe y Lumaco no lo fueron a recibir al puerto.
Con todo, los recién llegados se pusieron manos a la obra y desarrollando un sistema de riego que les cambió la cara a las plantaciones. Trigo y maíz empezaron a brotar del suelo y también uvas con las que aún hoy se fabrica vino de buena calidad. Al éxito de la bebida se le sumó el de los salames, unos de los más conocidos del país, más aún que otros salames célebres, como el Milán o el Lanata.
Asimismo, los friulanos expandieron su cultura culinaria y hoy Colonia Caroya es sinónimo de pasta casera y de bagna cauda, entre otras delicias. Los visitantes que exploran sus dominios se van felices y con la panza llena y un barandón a ajo que hace que el del puesto de peaje abra la barrera sin cobrarles.