Que la vida de Edgar Allan Poe estuvo marcada por la desgracia del principio al fin es algo que consta en todas sus biografías, que son muchísimas. Pero esta sentencia, lejos de cerrar el círculo de su vida, lo abre en abanico hacia el infinito. Porque aunque no lo digan los libros, la muerte que encontró Poe a los 40 años temblando en un muelle de Baltimore fue un modo de asesinato. Uno que no precisó de cuchillos ni de intrigas, sino de esa brutal y cobarde separación que suele hacer la manada para con algunas almas que llegan a este mundo: las señaladas con el aura de una espiritualidad sin concesiones.
Un huérfano de la existencia
Hijo de una actriz ambulante (Elisabeth Arnold) y de un joven notario (David Poe), Edgar Poe nació en Boston el 19 de enero de 1809; pero quedará huérfano en menos de dos años. El fantasma de la tisis golpeaba la puerta de aquellos polvorientos camarines de provincia. Y así, la viuda Elisabeth, con su pañuelo estrellado de sangre y presintiendo su propio final, aún tuvo tiempo de rogar a un rico comerciante de Richmond que se hiciera cargo de su niño. Y de este modo, Míster John Allan aceptó el pedido. De esta manera, Poe vivirá una infancia al abrigo de dos estructuras que le había negado la Providencia: una familia y una buena clase social. Pero como pasaría a lo largo de toda su vida, el romance duraría poco. Durante ese período, el niño es educado en los mejores colegios de Estados Unidos y Escocia demostrando en el plano intelectual una inteligencia casi milagrosa, con una marcada inclinación a la poesía, la matemática y los idiomas. En lo afectivo, en cambio, sigue sintiéndose desposeído; un planeta desorbitado que busca el sol inexistente de una mujer (mitad madre, mitad ángel) que lo transporte a un reino perfecto. Y esa “mujer ideal”, muy pronto, hará su aparición estelar en toda su literatura, porque aunque tenga diversos nombres (Ligeia, Berenice, Annabel Lee) la mujer de Poe siempre será la misma.
La primera revelación de esa “mujer ideal” en el mundo real tampoco tardará en llegar. Y es que a los 14 años, Poe se enamora perdidamente de Helena Stannard, la madre de un compañero de escuela. Se cuenta que una tarde la mujer lo recibió con un cariño inusual en su casa. Y agarrándolo de la mano, lo invitó a tomar el té. Bastó sólo ese gesto para que Poe le consagrara su alma entera. Cuando al poco tiempo Helena muere de demencia, el joven poeta no tendrá consuelo. Visitará su tumba de noche arrojándose sobre la piedra y llorándola hasta el amanecer. La diosa de la Pérdida, por segunda vez, acariciaba su rostro.
El desertor publica sus primeros versos
Por esas épocas, la señora Allan empieza a experimentar verdadera devoción por Poe. Será ella, sin dudas, lo más parecido a una figura materna que tenga. Pero este idilio afectivo tampoco durará demasiado. Poe se va a estudiar Idiomas y Literatura a la Universidad de Charlotesville y al poco tiempo abandona la carrera por deudas en el juego. Dos mil dólares que Míster Allan se niega a pagar. Entonces, tan avergonzado como orgulloso y con sólo 18 años en su haber, viaja a Nueva York y publica su primer libro de poemas mediante una colecta hecha entre sus compañeros: “Tamerlan”. Demás está decir que el “hit” del libro es “A Helena”, un poema extraterreno que habla de aquel amor irrecuperable por la madre de su amiguito: “Para mí, Helena, es tu belleza/ como esas barcas nicenas del pasado sobre el perfumado mar”. Tras ese libro, el joven autor tomará una de las decisiones más extrañas de su vida: se alista en el ejército y parte hacia Europa a pelear contra los turcos en Grecia. Regresará dos años después sin que se sepa exactamente qué hizo de sus días en el viejo mundo. Lo cierto es que al desembarcar en Norteamérica está desesperado y hambriento, visita a su padrastro para reconciliarse y este lo recibe con una noticia tremenda: ha muerto su madrastra. Es un golpe durísimo a la sensibilidad de Edgar. Míster Allan, en cambio, parece haber superado el trauma con creces pues le presenta su nueva prometida; una joven que no quiere competencia alguna en el testamento. De todos modos, Allan le dará una última oportunidad a su hijastro. Y mediante sus influencias lo hace ingresar en la escuela militar de West Point, de la cual es expulsado al poco tiempo por indisciplina. A partir de entonces, Poe ya no volverá a recurrir a Míster Allan y empezará su rosario de mudanzas y trabajos que durará hasta el día de su muerte. Saltará de periódico en periódico y de ciudad en ciudad, colaborando con sus fabulosos relatos de terror y misterio, pero también de humor “grotesco y arabesco”, inventando de paso el género policial y haciendo del cuento un género tan importante como la novela o la poesía. Pero ganará siempre un sueldo mediocre. Incluso cuando sea nombrado jefe de redacción del “Southern Literary” de Richmond y eleve la tirada del semanario de 700 a 5.000 ejemplares.
Una visita a la señora Clemm
Por lo dicho anteriormente, no es de extrañar que Míster Allan, que fallece en 1834, no se acuerde de su hijastro en el testamento. Con el ánimo apaleado y el instinto de refugiarse en la casa del último pariente que le queda en el mundo, Poe se traslada a lo de su tía en Baltimore, que lo recibirá con los brazos abiertos. La señora Clemm, además, tenía una hija: Virginia. Y al poco tiempo, Edgar se enamora de ella tan perdidamente como una década atrás de Helena Stannard. El punto es que Virginia no tenía 35 años sino apenas 13 años, y según algunos biógrafos padecía de un cierto retraso mental. Esto no impide a Poe pedir la mano de su prima, mano que la señora Clemm cede encantada a su “Eddie”. A partir de entonces, Poe sentirá una devoción cercana a la locura por su “esposa-niña” con quien (muchos dicen) jamás llegará a tener relaciones sexuales. Y así, tras esta boda platónica, comenzará la etapa más creativa de su vida.
El año de Poe
Y llegamos así al extraño, al paradójico, al enrarecido año de 1839, el mejor año en la vida de Poe. Con Virginia se han instalado en Filadelfia donde Edgar ha sido nombrado secretario de redacción del “Gentleman´s Magazine”. Su sueldo, aunque bajo, alcanza para sostener a su esposa y pagar una casa sencilla pero adornada con el gusto exquisito de un poeta absoluto. Por otro lado, las colaboraciones de Edgar siguen haciendo saltar la banca del periodismo: el magazine pasa de imprimir 5.000 a 52.000 ejemplares en menos de dos años. Parece que esta vez ni la “Desgracia” ni la “Pérdida” volverán a besar la cabeza de Edgar, esa amplia frente en la que (según Charles Baudelaire, su mayor difusor en Francia) “podía leerse la leyenda hombre sin suerte”. ¿Por qué entonces, en ese breve remanso de seguridades económicas y afectivas, Poe escribe “La caída de la Casa Usher”? ¿Por qué desde ese pequeño oasis crea un tétrico y maravilloso cuento cuasi hipnótico de anticipación de su vida toda? La respuesta, creo, debe hallarse en una frase que una vez escribiera a un amigo: “Yo podía oír perfectamente el sonido de las tinieblas deslizándose por el horizonte”. Y esas tinieblas que asomaban en el horizonte de su vida como negras nubes le marcaban el pulso de su porvenir y su literatura. Como las botas de un asesino sobre un piso de madera o el latido de un corazón delator.
La caída de la Casa Usher
Sin parangón alguno en la historia de la literatura, este cuento no sólo es una obra maestra de todos los tiempos, sino también el retrato alegórico del futuro de Poe. La trama es muy simple: un hombre (el narrador) viaja a una comarca lejana a visitar un viejo amigo de la adolescencia; Roderick Usher (su alter-ego). Fotofóbico e hipersensible, Usher es el último sobreviviente de una familia aristocrática venida a menos y vive aislado del mundo en una mansión en ruinas. Pareciera que todo lo que espera es que una enorme grieta (que se ensancha día tras día en sus muros) y tire abajo la casa hundiéndolo en los escombros. Por otro lado, su hermana Madelaine (su único pariente en el universo) padece una rarísima enfermedad cataléptica y más de una vez los médicos la dieron por muerta, pero resultó que a las pocas horas resultó que estaba viva. A esta casa a punto de hundirse y con un espectro femenino paseándose de blanco por sus pasillos, pronto entrará Poe en la vida. La casa en ruinas se volverá metáfora de su propia alma y la “muertaviva” devendrá en su “amada mortal”, en su adorada esposa. Y si no, ¿cómo se explica que tres años después, mientras Virginia cantaba al piano, la tos le manchara su pañuelo de sangre por la rotura de un baso? Inútil será llamar a los mejores médicos: todos le diagnostican una muerte en pocas horas. Y Poe, el desdichado Poe, conocerá una angustia sin parangón. Pero Virginia, contra todos los pronósticos, logrará pasar la primera noche. Luego la segunda y la tercera. Hasta que, aparentemente recuperada, vuelva a recaer. Este péndulo entre la vida y la muerte oscilará durante ocho años insoportables en el cuerpo de la chica y en el alma del poeta, hasta la muerte de Virginia en 1847. Mientras dure, Poe acudirá a un compañero inseparable: el alcohol. Sufrirá períodos depresivos y será presa de una melancolía sin precedentes. No podrá escribir y lo echarán de los diarios. Pedirá prestado y no devolverá. Se empeñará y defraudará. Y en las heladas noches de Nueva Inglaterra, tapará a su mujer con su vieja capa de West Point y una gata negra. Y así, tanto Poe como sus fantasmas extenderán por un tiempo más la agonía. Dará charlas para ganarse la vida y leerá sus poemas para auditorios de 10 personas. Tendrá proyectos irrealizables como publicar 50 mil ejemplares de su cosmogonía “Eureka” o fundar un diario propio. Y con la muerte de Virginia se irá hundiendo en aquella “Casa Usher” de la que ya no saldrá jamás. Pero antes, le dedicará a su amada un epitafio cósmico a modo de despedida, el fabuloso poema “Annabel Lee”, que el grupo español “Radio Futura” musicalizó y tradujo en los 80. Hete aquí esa sentida versión: “Hace muchos, muchos años en un reino junto al mar/ habitó una señorita cuyo nombre era Annabel Lee/ Y crecía aquella flor sin pensar en nada más/ que en amar y ser amada, ser amada por mí/ Eramos sólo dos niños mas tan grande nuestro amor/ que los ángeles del cielo nos cogieron envidia/ pues no eran tan felices, ni siquiera la mitad/ como todo el mundo sabe, en aquel reino junto al mar/ Por eso un viento partió de una oscura nube aquella noche/ para helar el corazón de la hermosa Annabel Lee/ Luego vino a llevársela su noble parentela/ para enterrarla en un sepulcro, en aquel reino junto al mar// No luce la luna sin traérmela en sueños/ ni brilla una estrella sin que vea sus ojos/ Y así paso la noche acostado con ella/ Mi querida hermosa, mi vida, mi esposa/”.
A partir del cruel 1847 sólo le quedan a Poe dos años de vida. Pero él aún no lo sabe.
La Caída de la Casa Poe
Tras el entierro de su amada, su soledad será tan angustiosa que buscará recuperar (sin lograrlo jamás) el amor en otras mujeres; en una joven hermosa y casada (la señora Schew), en una escritora de poemas (la señora Whitman) o en la primera novia de su juventud (la señora Royster) Pero a ninguna le terminará de cerrar ese poeta en desgracia y su apasionamiento enfermizo. Menos que menos sus crisis con la botella. Y aunque algunas damas se conduelan y lo ayuden, su suerte ya está echada. La grieta de la “Casa Poe” ya empezó a resquebrajar las paredes de su corazón y de su cordura. Hará un último viaje a Richmond donde disertará sobre “El principio de la creación poética” y allí se encontrará con viejos amigos y paisajes de su niñez. Y tendrá algunos días tan luminosos que llegará a manifestar su deseo de volver a vivir allí. Pero tiene que viajar a Baltimore con urgencia y de allí tomar un barco a Filadelfia para arreglar antes unos asuntos. Pues bien, nunca tomará ese barco. Poe llega a la estación de Baltimore el 3 de octubre de 1849 y ya no se sabe nada de él hasta cuatro días después, es decir, hasta la mañana del día 7, cuando un vagabundo es hallado semimuerto de ebriedad en un banco del muelle. Es Edgar Allan Poe vestido con ropas miserables y sin un centavo en el bolsillo ¿A dónde habían quedado su traje de viaje, su capa de West Point, su maleta con poemas? Hay muchas teorías. La más firme indicaría que los “punteros políticos” de aquellos lares (había elecciones por esos días en Baltimore) lo emborracharon para hacerlo votar varias veces (igual que en los pueblos de la Argentina patética y profunda). Lo cierto es que aquellos “cuatro días fantasmas” de la vida de Poe son uno de los misterios más fascinantes de toda la historia de la literatura. Se creía “perseguido por enemigos muy poderosos” y es muy posible que esa paranoia (o esa iluminación) le haya atacado de manera violenta en sus últimas horas de vida. Poe recupera el conocimiento en su cama de moribundo durante algunos minutos la tarde de aquel 7 de octubre de 1849. Sus últimas palabras fueron “que Dios se apiade de mi pobre alma”. Morirá pocas horas después como los condenados a resucitar. A la medianoche.
Iván Wielikosielek