Escribe
Alejandro Schmidt
Ya desde que nacen les están debiendo ¿que, qué? Ah, no lo saben, algo, algo...
Siempre a punto de cobrar, enojados, estafados por esa deuda que nadie reconoce...
Son los profesionales de la envidia...
Las marionetas del desamparo...
El alambre de púa en la pared del triunfo...
Les deben, les deben...
El país, el mundo, la época, los padres, hermanos, la novia, la señora, los hijos y sobrinos, los nietos, hasta los primos, vea...
Un trabajo, una jeta, una casa mejor, un cargo, un título, una digestión, un aliento, un nombre, un auto, vacaciones mejores, fotos, santos, paisajes mejores...
Están convencidos, nacieron acreedores de todo lo que hallaron los demás...
Lo que merecieron y alcanzaron, lo que sudaron y buscaron los otros...
No adivinan jamás el esfuerzo, las inmensas horas del tedio, la sangre del coraje o la ambición cumplida, la umbría, extensa desesperación del prójimo por un lugar en el sol y el pan de los descansos...
A ellos se lo deben, se lo deben y no hay consuelo... Alguien los engañó por eso hay otros que llegaron.
Ruge la maledicencia en los pasillos, los bares, la mesa familiar, el club de barrio...
Aquel robó, el otro tuvo suerte, explican, se explican, sacando la cuenta del desastre enano.
Insectos del deseo, lamentan hasta la mediocridad de sus ancestros porque suponen, aún en los muertos familiares (y ya que estamos, en los próceres, en Adán, la astrología, en lo que les parezca) la funesta raíz de su impotencia
Salvo que... nadie tenga nada o muchos tengan menos y entonces probablemente, sí, ya se ilusionan de haber cobrado un tanto... Cierran la libreta, se calman y gozan hasta descubrir ese otro que logró su anhelo o ni siquiera, que logró algo nomás, una felicidad, un alivio, cambiar la bicicleta o el amor de Rosita...
Tolerancia cero. Tolerancia cero para estos envenenadores de la dicha.
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