Es uno de los más importantes del continente y, con casi cuatro mil kilómetros de extensión, es también de los más largos. Nace en Brasil y finaliza en el Río de La Plata. En su desfilar recorre las cinturas de seis provincias argentinas. ¿De qué río estamos hablando? Si su respuesta es “Popopis”, significa que nunca pasó el cuarto grado o que está tan cansado de la vida, que ya le da lo mismo si acierta o no el acertijo.
La referencia corresponde al Paraná, ese afluente portentoso que tiene una superficie de un millón y medio de kilómetros cuadrados, que moviliza un caudal de 16 mil metros cúbicos de agua por segundo, que arrastra 25 millones de toneladas de arena y 130 millones de limo arcilloso por año... Y así podríamos seguir con datos que no le mueven un pelo a absolutamente nadie, salvo al biólogo de la esquina, quien de sólo escuchar la información, se excita más que Accastello de paseo por Córdoba capital.
Lo cierto es que en la Argentina tenemos la suerte de disfrutar del sector elemental del río, el más puro de todo el trayecto. Baja la corriente, metiendo curvas y contracurvas y formando islotes y bancos de arena, que al igual que los de cemento, no largan un préstamo ni aunque se lo pidan los cuatro jinetes del Apocalipsis.
Más destacable, en todo caso, es que la riqueza mineral del Paraná riega las costas de fertilidad, proporcionando el crecimiento de un ecosistema increíblemente diverso. “Puras pavadas: para mí lo más importante es la profundidad del río, la que permite que los barcos cargueros naveguen sin problemas”, dice un productor rural acodado en el puerto de Rosario mientras lee las cotizaciones del Mercado de Chicago y calcula cuántas F-100 se va a poder comprar este mes.