Por Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
El ingreso al pueblo, de 200 habitantes y mil metros de altura sobre el nivel del mar está custodiado por la estatua de Panaholma, una india guerrera que, según la leyenda, defendió con honor e hidalguía a su gente y a su suelo, cuando los españoles llegaron a poner la bota, a finales del Siglo XVI.
Pero la sabia de los comechingones no sólo quedó en el monumento de cemento que inmortaliza a la heroína, su arco, su flecha y su hija a las rodillas; también reside en los magnos descampados del lugar, en ese extenso territorio de pastizales que se embellece a más no poder merced a las Sierras Grandes. Cadena interminable y maravillosa que ayer, al igual que el río y la atmosfera pura y queda, fue amiga de los indios y hoy lo es del viajero.
Allí, en esas panorámicas con aroma a exilio, radica el verdadero anzuelo de Panaholma. Una aldea dormida en las profundidades del Valle de Traslasierra, 20 kilómetros al norte de Mina Clavero, que aprovecha el escenario para desperezarse con ganas. Como lo hacen los parroquianos, de pocas palabras y patear cansino, igual al de los caballos y los burros. Se escapa un cuadrúpedo y se va a tomar agua al río. La postal es rural y lejana.
Beben los bichos mientras la corriente cálida del río Panaholma marcha despacio, entre piedrotas, sauces que perfuman de sombra y playitas de arena. En verano se ve bastante gente (sin llegar a multitudes) y el resto del año, apenas el murmullo de las sierras. Un par de vados, un puente colgante, diálogos con la naturaleza y unas vistas de las montañas que justifican el traslado una y mil veces.
La mano del hombre
En el deambular por las escasas calles, uno agarra confianza con el paisanaje porque el trato es fácil, de gauchos buenos. Los primeros se asentaron en el despertar del 1700 y ya entonces se deleitaban con un pan con chicharrón que es una delicia, más cuando se lo riega con aceite de oliva producido en el valle, aunque más al sur. En un almacén-rancho el producto se corta gracias a un cuchillo rescatado del tiempo, rostro de facón. El que brinda la gentileza luce boina y alpargatas y una amabilidad de abuelito.
Frente a la plaza, no podía faltar la iglesia. En este caso, una con fuerza histórica. Se llama Nuestra Señora del Rosario y la empezó a levantar el mismísimo cura Brochero en 1902. El material cocido y el techo de soporte en madera y tejas le mantienen la postura. Altos los arcos y el capulín que corona, son los rasgos que le dio el padre beatificado antes de abandonar tareas oficiales, en 1907. Está clara su huella, dicen los locales, orgullosos.
Otras herencias del “cura gaucho” hay que buscarlas en los alrededores y, de paso, levantar el tierral de los caminos. Perdidas entre rincones desérticos destacan las capillas de Altautina y de Ambul y también las de Los Morteriros, Tasma y San Lorenzo, realizadas por brazos menos célebres. Allende, buscando el rumbo norte, los templos de Villa de Pocho (Siglo XVIII) y Las Palmas (Siglo XVII) completan el circuito.
Más cerca, la cascada del Toro Muerto trae un fantástico salto de agua e insiste regalando perlas naturales de la región. Para arribar a sus adentros se puede alquilar un caballo en Panaholma. Previo a la partida, se recomienda invocar la mística baqueana de los lugareños.