Atmósfera como rural la de Colonia Suiza, onda criolla con ribetes de Europa, y es raro raro eso, y es cautivante, el rededor murmurando vegetación frondosa, la presencia imponente del cerro López. A 23 kilómetros del centro de Bariloche, subiendo un poco los faldeos y tras desearle la figura al lago Perito Moreno, la aldea pareciera vivir en dimensiones inusuales. Hay razones para creer, sobre todo al momento en que empieza a salir el humito de debajo del suelo y con el aroma a curanto se impacientan los paladares.

Un puñado de paisanos y visitantes envueltos en ganas de algo distinto componen la previa del almuerzo. Pasear por la localidad es similar a tutear un bosque, muy copioso el verde, coihues y cipreses presentes. Las calles son de tierra y dejan ver a los costados casas de madera, variedad de campings y una oferta en general muy para la clase media. 

Así, el paseo se antoja desacomplejado, los mochileros, artistas trashumantes y lugareños con descendencia del viejo continente compartiendo el plano. Aspectos de leñadores tienen algunos con sus camisas a cuadros y la cara de quien respira conforme la pureza de una de las regiones más bonitas de nuestro país. La vuelta sirve para apreciar la capilla (tan alpino su estilo), el Museo de los Colonos (homenaje a los fundadores del pueblo, los que llegaron desde Suiza a fines del Siglo XIX) y la Feria Artesanal, enclavada en la plaza-parque. 

Allí se despierta la raigambre más telúrica del lugar. Los puestos ofrecen reliquias hechas con madera y mucho talento, igual que los productos autóctonos. En ese sentido, destacan los quesos de cabra y los dulces de cereza, pera, ciruela y manzana (todos realizados a partir de materias primas obtenidas en los huertos locales). A la hora de sentarse, las diversas casas de té traen de vuelta lo europeo no sólo en la arquitectura, sino también en los postres, con el strudel de manzana de referente. 

Ya estiradas las piernas y preparados los sentidos, llega la hora de la caminata de verdad. Distintos circuitos salen desde el caserío, aunque el imperdible es el que lleva a la Laguna Negra. Una marcha de entre tres y cuatro horas (sólo ida) regala al viajero bosques y arroyos (el vital es el Goye), en la aventura de surcar el valle que da a los cerros López y Bellavista. Ochocientos metros de desnivel mediante, arribar a la laguna en altura implica encontrar unos paisajes de ensueño, de picos escarpados y laderas vírgenes, la de cerros como el Negro y el Manolo. Menos exigentes, las excursiones hasta las playitas del lago Perito Moreno y los miradores que dan al Nahuel Huapí y allende, también garantizan satisfacciones. 

 

El famoso curanto
 

En el carácter de Colonia Suiza, ya había quedado claro antes, la gastronomía juega un rol trascendental. Por los postres, los asados, los cabritos a las llamas y las empanadas que otorgan gauchesca a la parada, pero más aún por el célebre curanto, alimento sagrado en estas latitudes. 

Se trata de una comida inventada por los mapuches en lo que hoy es territorio chileno, y que fue importada por los primeros habitantes del pueblo en su tránsito andino. Delicia de carnes, chorizos, quesos y verduras varias cocinándose bajo tierra, al calor de las piedras. Todo un ritual que se realiza un par de veces a la semana, y que en la espera es acompañado por alguna guitarra cantora, alguna jarra de cerveza artesanal. El despreocupado semblante que en una esquina de Bariloche hace olvidar que Bariloche anda cerca.