Por el Peregrino Impertinente

Aprendamos de los antiguos samanas del bosque, que con palitos y hojas tenían cama. Aprendamos de los monjes tibetanos, que con dos papas y una mandarina hacen almuerzo para siete. Aprendamos de los concejales, que llegan a fin de mes con 30 lucas. Aprendamos, en fin, a ser austeros, para poder viajar más y quejarnos menos.
Más allá de la rima, acá no hay verso: siempre y cuando uno no sea empresario exitoso, político o agremiado a AOITA, se las ve negras a la hora pegarse una escapada sin tener que hipotecar el Black Berry, la plancha con wi-fi, el sartén acústico, la videoprocesadora, el cepillo de dientes que vibra y toda esa sarta de tonterías que compramos compulsivamente pensando que les van a dar algún sentido a nuestras tristes vidas. Un primer paso sería desprendernos de tales cachivaches, eliminar otros gastos inútiles e invertir el dinero en verdaderos placeres para el alma. “¿Qué? ¿Estás loco? ¿Vos alguna vez te lavaste la boca con el Cepillaerectus 2000? Lo probás una mañana y no lo cambiás por nada”, dice un vecino cualquiera, aferrando con devoción su nuevo cepillo de dientes, que mide unos 20 centímetros de largo por cinco de ancho.
Después, toca hacer uso de la austeridad en la instancia misma del viaje. Esto es: viajar, pero sin andar creyendo que vivimos en Noruega. Por ejemplo: en vez de hotel, camping; en vez de restaurante, sandwichitos, en vez de llaveros y otros regalos de morondanga que son más feos que Pino Solanas, una piedra bonita. Ajustes aquí y ajustes allá que podrán reducir comodidades, pero que en nada, en absolutamente nada, afectan a lo esencial del asunto: estar, y ser felices nada más que estando. “¿Camping? ¿Sandwichitos? ¿Qué me viste cara de El Último de los Mohicanos a mí?”, acota el vecino cualquiera. No hay forma de convencerlo.