Por Pepo Garay
Especial para EL DIARIO

Tome un barrio cualquiera de Villa María. El Ameghino, por ejemplo. Ahora imagine ir caminando por calle Buenos Aires con el centro a las espaldas y que luego de cruzar Parajón Ortiz, esté en otro país. Loco, ¿no? Pues eso es lo que ocurre en Basilea, al norte de Suiza. Uno se aleja del núcleo urbano y tras recorrer algunas cuadras de un distrito residencial, de repente aparece en Francia. Así, sin cambios en el paisaje ni más avisos que una casilla de seguridad vacía y un puñado banderas.
Ubicada justo en la triple frontera (la tercera nación participante es Alemania), la ciudad aprovecha ese perfil cosmopolita, de herencias culturales, y labra un mapa muy atractivo; caracterizado por la arquitectura que mezcla lo clásico con el modernismo de una patria a la vanguardia de todo. El paseo no se queda en la anécdota del principio y navegando en el precioso río Rin, seguirá aportando sorpresas.  
Peculiar esta Basilea (600 mil habitantes contando su área metropolitana), que por momentos lanza murallas, torres, templos y suelo adoquinado y por otros edificios Siglo XXI, diseños en metal y vidrio, el futuro que ya llegó. Del primer semblante da cuenta el centro viejo, un espacio que trae el medioevo a la conversación, con cantidad de joyas para disfrutar de la tónica de uno de los cascos históricos mejor conservados de Europa.
Al respecto, emblemas son la Catedral (levantada a principios del Siglo XI y reconstruida luego del violento terremoto de 1356, atrae con su estilo gótico y la tumba del más célebre hijo adoptivo de la ciudad: Erasmo de Róterdam), la Plaza Mayor, el Rathaus (o Palacio Municipal), el Palacio del Obispo y las tres puertas  (Spalentor es la más famosa) que bien combinan con los muros y el ambiente general de Siglo XV. Pegado, aquello de tejados a dos aguas, paredes con mampostería en madera, arroyos entre arboledas y bicicletas deambulando por cafetines, plazuelas y estrechos callejones, continúa en el encantador Barrio de Sant Alban.

Sus rasgos flamantes
Después de la excursión al pasado, toca conocer los rasgos flamantes de la urbe, repleta de construcciones modernistas que llevan las firmas de los arquitectos más cotizados del mundo. El particular desnuda el poderío económico de la región (el Cantón de Basilea), uno de los motores de Suiza. En este sector, colaboran con el mimo a los ojos el Jardín Botánico Brüglingen, los cerca de 40 museos (de todo tipo, son en sí mismo baluartes de la arquitectura clásica y actual), las decenas de esculturas (como la célebre  Fuente de Tinguely) y el paso melancólico del tranvía.
Para el final, el viajero se guarda lo mejor de Basilea: los perfumes del Rin. El río hace de columna vertebral local y cuenta de las navegaciones de los celtas, de los romanos, de los pueblos germanos. Hoy, sus aguas puras, sus cinco puentes y su rededor de elegantes y tradicionales inmuebles, configuran una postal deliciosa, a la que se le agregan los paisanos que, cuando el clima anda benévolo, disfrutan del chapuzón sin temor a que les roben las mochilas.
Igual que hace 150 años, propios y ajenos acompañan la corriente subidos a algunos de los muchos ferrys que siguen prestando servicio. La experiencia, reconfortante y dulzona, permite apreciar las bellezas del plano desde una perspectiva distinta. Y llegar hasta el puerto y el Dreiländereck, donde Suiza, Francia y Alemania chocan narices e intercambian virtudes.