Atrás quedaron los fantasmas y el miedo con forma de llamaradas y humo que azotó la zona durante los terribles incendios de septiembre del año pasado y hoy La Paisanita vuelve a encantar con lo poquito que tiene, que es un montón. Una aldea perdida en la plenitud del Valle de Paravachasca que planta apenas un manojo de casas y así logra que la naturaleza respire a piacere, suculentas sus quebradas, sus bosquecillos y su elemental anzuelo: el río Anisacate (o, en muchas cartografías y documentación: Anizacate).
De la propuesta, tan simple como cautivante, el viajero hace planes y, luego de recorrer 175 kilómetros desde Villa María, llega a la cita con una flor en la mano y unas ganas de volverse serrano que le ganan a cualquier sentimiento.
Los paisajes marca Córdoba se empiezan a disfrutar en el arribo a Alta Gracia, localidad que con su talante labrado por los jesuitas y el gesto servicial de 50 mil habitantes sirve de antesala al premio por venir. Pareciera mentira que desde el centro de la capital del Departamento Santa María, apenas 12 kilómetros con la cara mirando al suroeste bastan para olvidarse del asfalto y acariciarle los dominios a la pureza.
Verde, agua y colinas
Tras el ripio y las tenues ondulaciones del camino, un arco da la bienvenida a casi 800 metros de altura sobre el nivel del mar. Ya está el verde adornando lo bonito del día, ya están las colinas jugando con las callecitas de tierra. El agua todavía demora en mostrarse y el interín será aprovechado dando una vuelta entre las casonas locales o chalés, en su inmensa mayoría utilizadas durante el verano y en las escapadas de fin de semana (muchos de sus dueños viven en Buenos Aires). Blancas, sólidas y antiguas, características típicas de la arquitectura serrana, no son más de 100. Cifras similares presenta el padrón de la comuna, que fuera fundada a mediados del siglo pasado. Algo de la época habita en la Capilla Nuestra Señora del Luján, enclavada en el punto más alto de “La Paisa”.
Desde el humilde templo, la perspectiva se hace ancha, por fin a la vista del río definiendo el cañadón. Hay que bajar entonces y encontrarse con la corriente repleta de piedras, con su tono oscuro que habla de lo copioso de la vegetación circundante. En ese sentido, destacan los eucaliptos que coronan de sombra y aroma mediterráneo la costa este de Anisacate. Una alfombra que se extiende por los misterios del valle, en paseos cargados de poesía. Del otro lado, la constante es una ladera bien vertical, de rocas marrones, maravillosas las pintas salvajes que luce y que coloca a los bañistas lejos de la civilización.
Allí, involucrados de lleno con la postal, los pocos visitantes se regocijan con la paz imperante. Tranquilidad que manda incluso en la playa “central”. La misma es conocida como “El Hongo”, merced a una estructura de dudoso buen gusto que hace de mirador y de emblema del pueblo y que, además, de ponerle nombre al sector, viene a molestar las panorámicas. Con todo, lo estrambótico de la obra lejos está de arrebatarle placeres a las tardes, esas esplendorosas tardes que convierten a La Paisanita en un rincón muy especial.