Por Pepo Garay
Especial para EL DIARIO
Pegada a Viña del Mar, en la costa central de Chile, Reñaca presenta cada enero y febrero las típicas postales playeras: Balnearios repletos de gente y sombrillas, paradores y música, tragos y promociones comerciales, costanera en la que danzan restaurantes y hoteles. Sin embargo, esta pequeña aldea (en rigor un barrio de Viña, aun con un estilo y carácter que la diferencian del principal destino turístico del país), ofrece bastante más que los atractivos corrientes de cualquier localidad veraniega. El surf, los lobos marinos, el aura del océano de sus pobladores y las cercanas y descomunales dunas de arena, entre otros emblemas, dan cuenta de ello. Pinceladas de esencia que se celebran también en otoño, invierno y primavera, cuando el escenario queda en soledades, contemplación y guiños al Pacífico.
Nacida a principios del siglo pasado como bastión de descanso de la alta alcurnia, Reñaca fue convirtiéndose de a poco en favorito de la clase media. Esa que se despliega a lo largo de dos kilómetros de playas, de espaldas a la avenida Borgoño y su agradable paseo con vistas a las olas. La mayor parte de los que disfrutan el sol y la frescura del mar son mendocinos, quienes aprovechan las cercanías (la capital de la provincia dista a 400 kilómetros, Villa María a 1.050) para hacer de este un rincón más propio de los cuyanos que de los hermanos trasandinos.
Aquello se percibe automático en la caminata, que dicta paradores con números. El cuarto (son cinco en total), es el más célebre, y se lo conoce como “Playa Cementerio”. El apodo viene del siempre afilado buen humor trasandino: “Lo que pasa es que ahí todos se creen la muerte”, explica Víctor, que vende unas apetitosas empanadas de marisco y queso en un puestito de la zona, junto al área de boliches que sueltan música de noche y de día.
La cara menos promocionada
No obstante, Reñaca tiende asimismo opciones para los que prefieren eludir el agite estival. En ese sentido, las playas ubicadas al norte ganan en relax, linderas a los mogotes donde habita la colonia de lobos marinos. El viajero no sólo los observa de cerca, echados en la neblina matinal o el penetrante sol de la tarde, sino que también los escucha, gruñidos mediante. Un espectáculo natural que resulta notable y curioso, teniendo en cuenta lo poblado del mapa.
Tras recorrer el pequeño centro y espiar de lejos la fisonomía de Valparaíso (su silueta de cerros en lucecitas y puerto corporizan un deleite en las noches), toca subir las colinas que limitan con la costanera, y donde los edificios se “recuestan” adaptándose a la pendiente. El singular diseño (una sana alternativa a los rascacielos que arruinan el rostro de la mayoría de los balnearios), se agradece, ya que permite disfrutar de las panorámicas que regalan el mar y los atardeceres prodigiosos.
Después, vale la pena seguirle el juego a la avenida Borgoño con rumbo norte, y apreciar los vaivenes del camino y el golpeteo de las olas contra las rocas, hasta llegar al vecino Concón. El pueblo convida con más playas, ambiente familiar, un humedal abrazado a la desembocadura del río Aconcagua y una interesante oferta gastronómica, experta en pescados y mariscos.
Aunque lo mejor radica en sus dunas. Enormes montículos de arena desplegados sobre los cerros, en 22 hectáreas de desierto aptos para la práctica del sandboard (como el snowboard, pero en la arena) o el mero rodar. Al frente el Pacífico, monarca eterno, agrega celeste al dorado, y completa una visual inmejorable.