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14 de Diciembre de 2014
Plaza Centenario: blues para una ciudad sin mar
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Construida en 1935 bajo la Intendencia de Eugenio Parajón Ortiz, fue la primera obra a gran escala del arquitecto Francisco Salamone, quien con sus fuentes y ostras gigantescas quiso dotar a Villa María de un imaginario oceánico que no tenía. Tras diseñar la Asistencia Pública y el Matadero, Salamone emigra a Buenos Aires donde construirá cementerios monumentales en pueblos perdidos. Injustamente olvidado, su figura ha sido rescatada en la última década gracias a la labor de admiradores, fotógrafos, cineastas y escritores del país. Sin embargo, pocos saben que su explosión artística empezó en una modesta ciudad a orillas del Ctalamochita
 
Con sus cuatro fuentes encendidas que recuerdan el permanente rumor del océano; con sus ostras gigantes en los bordes como cajas de luces o inmensos alhajeros de mármol; con el blanco a la cal de sus bancos bajo un sol tremendo replicando el contraste demencial del Mediterráneo; con sus mosaicos romboidales en degradé azul, gris y blanco que describen un oleaje cubista como los cuadros de Spilimbergo o las veredas de Copacabana y sobre todo con el aura de balneario que le dan sus paseantes cuando buscan sombra en el verano, la plaza Centenario es lo más parecido a un oasis marítimo en medio de la pampa gringa. Esa fue la sensación que tuve desde niño y cuando sólo conocía el mar por los relatos de mi abuelo o las películas de aventuras. Y acaso por eso mismo su encanto sea mayor. Porque si esta plaza puede evocar un paisaje desconocido, entonces era cierto lo que decía Platón al afirmar que “conocer es recordar”. Y me digo que quizás no haya mejor forma de recordar que sentirse súbitamente transportado por una obra de arte a otro mundo. Algo que quizás nos pase a todos los que atravesamos cada día este “paseo de gracia”. 
Por aquellos días de mi niñez yo nada sabía de las casitas de cal del Mediterráneo o las veredas de Río de Janeiro o Lisboa; mucho menos quién era Francisco Salamone. Apenas si algo sé ahora, casi 40 años después. Por eso, cuando leí hace poco un artículo azaroso en que “el Gaudí de la pampa” (así lo llamaban) había querido darle a la plaza villamariense “algo de la experiencia del mar que la ciudad no tenía”, sentí que mi percepción infantil no se equivocaba. Y le agradecí profundamente a Salamone y a sus fabulosos albañiles por haberme regalado mi primer pasaje a la playa, por haberme hecho conocer el mar antes de conocerlo, por habérmelo recordado en mi salvaje ADN y por haber convertido la calle Buenos Aires en un fabuloso muelle, ese desde el cual pude “ver” por primera vez el barco de mi abuelo y el lomo color tiza de Moby Dick en el horizonte, mientras mi madre me sostenía un helado de dulce de leche de “La Madrileña”.
 
Biografía incompleta de una leyenda
Pero ¿quién fue Francisco Salamone? Aún hoy, a 55 años de su muerte, poco se sabe de su vida y mucho menos de sus ideas artísticas. Por más que las localidades bonaerenses de Azul, Laprida, Saldungaray o Guaminí (por citar algunas) se enorgullezcan de sus cementerios, municipios y mataderos monumentales (del mismo modo que los catalanes se enorgullecen del Parque Güell o “La Sagrada Familia” de Gaudí) hoy nada queda del arquitecto. Ni bocetos ni memorias. Sólo su firma en burocráticos papeles municipales. Porque en rigor, Salamone no dejó nada escrito. Se sabe que nació en Catania (Sicilia) en 1897 y que vino a la Argentina de muy chico en un barco junto a su padre, un constructor italiano. También se sabe que se recibió de Maestro Mayor de Obras en el Otto Krause de Buenos Aires y que se graduó de ingeniero y arquitecto en la Universidad de Córdoba con apenas 20 años; que en en 1923 fue candidato a senador por la Unión Cívica Radical pero que luego desistió de la política; que sus primeros trabajos datan de la década del ´30 (un modesto cine en Capilla del Monte) y que a sus primeras obras de importancia las realizó en Villa María bajo la intendencia de Eugenio Parajón Ortiz. 
 
  Esas obras fueron tres: la plaza Centenario (1935), la Asistencia Pública (inaugurada recién en 1939 y que recientemente se comprobó pertenecía al “maestro”) y el Matadero Modelo (concluido en 1936) . “Esas obras son el trazo grueso de todo lo que vendrá después en su obra -me dice mi amigo, el arquitecto Gustavo Caleri-. En ese sentido, Villa María fue su laboratorio de pruebas, lo que prefiguraría todo su futuro”. Sin embargo y amén de estas construcciones, Salamone había diseñado en 1933 un proyecto de Palacio Municipal que iba a erigirse en el centro de la plaza. Se trataba, según el boceto publicado en el libro “Ellos la hicieron” (del historiador local Héctor J. Zanettini, edición de autor, 2008) de una especie de “comisionado de ciudad gótica” u “Opera de París”, una construcción entre clásica y futurista con un salón inmenso al centro y dos entradas laterales para un teatro que nunca se construyó. Lo cierto es que, una vez finalizados sus proyectos, el arquitecto viajó a la provincia de Buenos Aires convocado por el gobernador Manuel Fresco. Parece que al conocer las ideas grandilocuentes de Salamone, el ultraconservador Fresco se fascina y le encomienda obras en el sudeste bonaerense con la idea de fomentar el crecimiento de pueblos y pequeñas ciudades. En esos tiempos, las obras más importantes eran delegadas al arquitecto José María Bustillo, quien urbanizaría (entre otras obras) la playa Bristol de Mar del Plata con su casino, rambla y lobos marinos. Sin embargo y acaso porque le dieron el “patio de atrás” a un artista maravilloso, Salamone tiene carta blanca para desarrollar su creatividad en la pampa bonaerense. Y así, en menos de cuatro años, trabajará de manera febril no sólo diseñando sino supervisando hasta el último detalle de más de 60 obras públicas: cementerios, plazas, municipios y mataderos. Cuando en 1940 el gobernador sea depuesto, el artista se quedará sin trabajo y volverá a su vieja compañía de pavimentación con su hermano por las rutas del norte argentino. Y, cosa, curiosa, ya no volverá a diseñar. ¿Es que necesitaba imperiosamente de un “gran presupuesto” para desarrollar su estilo magnánimo? ¿Es que tras haber incursionado en el monumentalismo ya no le interesó la escala pequeña? Son algunas preguntas que abren el abanico a la hora de explicar su adiós definitivo de los tableros. Lo cierto es que 75 años después, el legado de Salamone es inmenso. No sólo porque dotó a varios pueblos perdidos de una arquitectura digna de cualquier ciudad europea como París, Berlín o Praga, sino porque esos lugares hoy se han convertido en circuito cultural y turístico. Su olvido durante décadas tuvo que ver, como suele pasar en nuestro país, con una bajada programada e insidiosa de parte del poder político y de sus colegas contemporáneos. Y es que muchos veían en Salamone un “arquitecto fascista” no sólo por sus obras cuasi nazis y dignas acaso de Albert Speer el arquitecto del Reich, sino también por su vinculación con Fresco, admirador declarado de Mussolini. Lo cierto es que, por ese entonces, no había un artista en el país (y quizás no lo volvió a haber) capaz de conjugar el arte y la funcionalidad pública como Salamone; un “poeta” capaz de combinar la ligereza del trazo con la dureza del hormigón armado, esa “piedra líquida” que era la “piedra filosofal” del modernismo. Por suerte, las ideologías mueren mucho antes que las obras de arte y el parloteo político de ayer, choca hoy como cáscaras de huevo vacías contra columnas de granito. 
Con el paso del tiempo, uno puede jugar a imaginarse qué habría sido de Villa María si Salamone no se hubiera ido nunca a Buenos Aires, si hubiese permanecido en la ciudad como “el arquitecto exclusivo de la gestión Parajón Ortiz”. Y entonces acaso hoy Villa María fuese una suerte de San Petersburgo o Brasilia, un destino turístico para los arquitectos del mundo; un museo al aire libre como un sueño de hormigón armado y piedra que nació de la nada como Nínive o Alejandría. 
Sin embargo y más allá de toda conjetura, Villa María hoy puede decir con orgullo que Francisco Salamone “se recibió de arquitecto y urbanista en sus calles”; que tanto su plaza como la asistencia y el matadero ya son parte esencial del corazón de la ciudad. Y que al fin y al cabo el art decó mixturado al futurismo y la ciencia ficción de “Metrópolis” se volvieron granito blanco en nuestra plaza central. Y también se podrá decir, sobre todas las cosas, que la plaza Centenario tiene el fabuloso poder de llevar hasta el mar a quienes descansan en sus bancos y se olvidan de sus pensamientos; como quien se pone un fantástico caracol en la oreja. Y que gracias a ese poder de sugestión todos podemos volver a esa inocencia primitiva y sentir que las ostras de granito han llegado a nosotros con la espuma de un oleaje lejano que ha prometido volver.
Iván Wielikosielek
 
“Restaurarla y conservarla”
 
El arquitecto Carlos Pajón es, desde su tranquila humildad, una suerte de “prócer del patrimonio local”, rubro en el que trabajó durante más de 30 años. Su máximo hito acaso sea el haber diseñado los carteles de preservación de las casas más antiguas de la ciudad, una suerte de “crucifijo cultural” contra los “salvajes vampiros inmobiliarios” tanto privados como municipales. Y de esta manera, Pajón describe el valor de nuestra “plaza mayor”. 
“Es muy diferente a las otras que diseñó Salamone porque acá se tomó libertades dentro de su propio estilo. Con esas cuatro farolas del centro, por ejemplo, ha hecho unos brazos de candelero con marcadas reminiscencias barrocas dentro del art decó que él trabajaba. El otro hallazgo suyo es el granito reconstituido con el que están hechos los bancos, farolas, maceteros y adornos de las fuentes. Debe haber costado un dineral hacer esos moldes. Pero lo bueno de ese material es su durabilidad y que no necesita otro mantenimiento que el lavado a presión. Otro de los puntos altos de la plaza es el piso de mosaicos romboidales que dan una sensación de movimiento permanente, casi como un oleaje. Tienen un degradé cromático que va del azul al gris y del gris al blanco y eso le da al piso un fondo cubista, con trazas inclinadas como el parqué. Esos mosaicos no se han cambiado desde 1935 y están muy deteriorados. Creo que deberían fabricarlos de nuevo y cambiarlos a todos para realzar el suelo”. 
En cuanto al estado actual de la plaza, Pajón señala que “está casi igual a cuando fue inaugurada, sólo que le falta mantenimiento porque al elemento verde original no lo han podido conservar. Los arcos, anteriormente, estaban hechos con ramas de cipreses y no con troncos. Por eso, los árboles deben ser cambiados cada tanto, para que sus ramas sean jóvenes y maleables. La idea de Salamone fue que el elemento verde se trabajara mediante el arte topiaria, que es el arte de cortar las plantas con formas geométricas. Por eso es que los arcos ahora se han vuelto cuadrados cuando en sus orígenes eran semicírculos. La plaza era muy geométrica y se notaba que su autor era un apasionado del diseño”.
Le pregunto a Pajón por qué la plaza no tiene monumentos ni próceres en el centro sino que está planteada como paseo público. “Porque en el centro iba a estar ubicado el Palacio Municipal que Salamone había boceteado. Pero ese palacio nunca se construyó por falta de fondos, aunque en realidad los fondos estaban pero se los había robado el secretario de Economía del intendente, que estuvo preso y se mató en la cárcel. La gente de antes no era como Boudou ahora (risas); y ese ministro sintió muchísima vergüenza y por eso se suicidó. Esa “mancha” en la administración decretó la caída del intendente e hizo fracasar todo el proyecto de construcción del palacio, que hoy sólo es un dibujo en un archivo”.
Cuando finaliza esta nota, Pajón me dice a modo de conclusión sobre la plaza que, “nuestra obligación como villamarienses es restaurarla y conservarla, no sólo porque es parte de nuestro patrimonio sino una obra de un valor incalculable en la arquitectura argentina”. Y luego me comenta de un trabajo realizado por el ingeniero local Silvio Mandrile sobre Salamone, “un libro muy bueno que debe andar dando vueltas por las bibliotecas de la ciudad”. Y también recomienda a los amantes de este diseñador buscar en google el programa “En el camino”, del periodista Mario Markic, donde “hay un micro dedicado exclusivamente a Salamone y que es una muy buena puerta de acceso a toda su obra”.

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