Los tipos saltan desde los 3.000 metros de altura como si cortaran el pasto de la casa. La diferencia es que con la primera acción corren el riesgo de morir estampados contra el suelo y con la segunda a lo sumo tienen que tener cuidado de no agarrar al perro con la bordeadora, para luego decirles a los hijos: “Chicos, al Toby lo mandamos a vivir al campo”, y a la señora: “Gorda, traete lavandina y una bolsa de residuos mediana”.
La referencia corresponde a los paracaidistas, y por extensión al paracaidismo, esa actividad que involucra a seres humanos lanzándose desde una aeronave a grandes distancias de la tierra y que corporiza una opción más a la hora de viajar. Los picantes de verdad la llaman “skydive”, que es el termino con el que se la conoce en inglés. En holandés se dice “parachutespringen”, explicación que no viene a cuento de nada, pero que sirve para corroborar lo espantoso que es aquel idioma.
En concreto, y para quienes estén interesados en realizar un salto de bautismo, decirles que el procedimiento es el siguiente: primero hay que contratar un operador (en Córdoba los más conocidos están en la capital provincial y en Río Tercero) y asegurarse de que su dueño no tenga causas pendientes por homicidio culposo relacionadas con paracaídas que no se abren. Después, toca subirse al avión y a tres kilómetros del piso lanzarse en vuelo “tándem”, es decir, con el instructor a la espalda cuidando nuestra integridad (en el ambiente a la modalidad se la denomina “cucharita aérea” o “making love deep and strong in the air”).
Tras 50 segundos de caída libre a 250 kilómetros por hora, éxtasis y caras de “Ave María purísima, sin pecado concebida”, el artefacto se abre permitiendo un agradable planear de aproximadamente cinco minutos. Entonces, todavía en el surcar de los cielos, el instructor te sopla la nuca y susurra al oído: “¿Viste que iba a salir todo bien, corazón?”. Al horno con papas.