Escribe Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO
Melbourne es una de las ciudades más bonitas del mundo. Le queda claro al viajero cuando recorre su centro y se deja cautivar por la arquitectura vitoriana, los espejados rascacielos, la elegancia de los parques y jardines, el paso del río Yarra, la playa, el orden y la limpieza general. Un semblante que combina a la perfección con el título ganado hace ya muchos años, el que dice que la capital del estado de Victoria encabeza el ranking de las metrópolis con mejor calidad de vida del planeta. Muy laureado anda este rincón del sureste de Australia, y muy deseado también.
Variopinto el asfalto
Todos los televisores sacan chispas con el fútbol. Pero no el tradicional, al que acá le dicen “soccer”, sino el Australiano, el de pelotas ovaladas que se patean y se manotean. El “footy” es el deporte rey de la región (le saca varios cuerpos al rugby, favorito en Sídney, por ejemplo), con estadios capaces de alojar 100 mil almas encendidas a base de juego frenético y cerveza. El fanatismo resulta evidente en la recorrida por los bares y restaurantes italianos, griegos, chinos, hindúes y libaneses; paseo que asimismo permite apreciar el variopinto entramado social de un país que crece y crece al ritmo de la inmigración.
Afuera, las calles céntricas silban una calma extraña, muy extraña para una urbe que cuenta cuatro millones de habitantes, la segunda más grande de la nación. Es mirar los inmensos edificios, los carteles de las marcas líderes, el poder económico presente y omnipresente, y no entender por qué se registran latires de pago chico. Suavecitos y puntuales pasean los tranvías, cómodos entre el aplicado tráfico, y allá arriba el Eureka Tower ostenta 300 metros y 91 pisos de altura (de los más altos del hemisferio sur), en singular contraste.
Sin embargo, las construcciones que seducen de verdad son las viejas, las del estilo traído desde Gran Bretaña a partir de mediados del siglo XIX, y que se mezclan de manera aleatoria con las modernas. En tal sentido, destacan Flinders Station (la terminal de trenes, acaso máximo ícono local), El Ayuntamiento, la Biblioteca Estatal, el Teatro Princesa, El Mercado, el Parlamento y las Catedrales de San Patricio y de San Pablo, por solo nombrar algunas joyas.
Plaza, parques, río y mar
En plena médula urbana, las pintas de vanguardia de Federation Square sirven de punto de reunión de los tranquilos parroquianos, fundamentalmente de los jóvenes, esos que con sus atuendos estilosos y sus diálogos sagaces hacen de Melbourne un referente del movimiento artístico y la bohemia “cool”. Dan fe el portfolio de museos, galerías, universidades, escuelas de músicas y teatro.
Pegado a la plaza, el Yarra muestra la faceta más adorable de la ciudad. Mansa la corriente, especial para los remeros que la surcan (otra costumbre exportada del Reino Unido) y para echarse al sol y contemplar la postal de agua, rascacielos e inmuebles antiguos. La panorámica también abarca al Rod Laver Arena (sede del Abierto de Australia de tenis), el estadio de Fútbol Australiano, los restaurantes de la costanera y sobre todo el Real Jardín Botánico. Este último brilla merced a 36 hectáreas de especies autóctonas, lagos y un billar de césped que deleita a propios y ajenos. Otro espacio verde emblemático (hay muchos, lujo el que se dan los locales) es el Albert Park, hogar del Gran Premio de Fórmula Uno de Australia.
Después, el que surge ansioso en exhibir beldades es Saint Kilda. En el barrio-ciudad el ambiente es bien “Ozzie” (típico del país oceánico), de barcitos y onda surfera, la que irradian las olas del Mar de Tasmania. Sí, playa, a 20 minutos en tranvía del centro. Como para completar la irresistible oferta de Melbourne.