Muralista, pintor y caricaturista oficial de “El Diario” desde 1990, Raúl Olcelli acaba de presentar su primera muestra individual, una retrospectiva que abarca 40 años de oficio y que puede visitarse en el segundo piso de Atilra (Belgrano 280). Esta es la historia humana y pictórica de uno de los artistas más sobresalientes de la ciudad
Si Raúl Olcelli no fuese el dibujante de “El Diario”, igual hubiera escrito esta nota. O mejor dicho, si Raúl Olcelli no fuera el dibujante de “El Diario”, hace rato que yo habría escrito esta nota. Pero un artista que trabaja en un medio gráfico se gana para siempre el “don de la invisibilidad”, una condición muy parecida a la de un eunuco en un palacio: puede ver la desnudez sublime de la reina, pero nada dice porque es una ausencia. Y una ausencia no ve ni oye ni toca. Y cuesta encontrar motivos para entrevistar a un hombre así, uno que además de trabajar cada día entregando dibujos participa de la naturaleza escurridiza de los solitarios y la timidez de los creadores; esos que prefieren hablar 10 horas de los artistas que admiran antes que decir algo sobre sí mismos. Se hace difícil prender un grabador y explicarle a un hombre como Raúl Olcelli que hay muchas razones que ameritan el reportaje. Por eso he tenido que esperar la llegada de un acontecimiento contundente. Y esta, su primera muestra individual en 40 años, es inexcusable. Entonces, cuando aún no acertaba a llamarlo, me lo cruzo en el supermercado; para ser más exacto en la “góndola de los vinos” (¿en qué otra góndola no-veneciana podría estar Olcelli?). Y le digo: “¡Qué hacés, loco! Justo te buscaba para hacerte una nota por la muestra”. “¿Estás seguro?”, me dice entre desconfiado y sorprendido, mientras inspecciona tubos de sangre oscura con la competencia de un especialista en hemoderivados. “Claro, porque ya sos un artista de museo”. A lo que larga una carcajada y agrega “¡Un dinosaurio embalsamado!”. Y le digo que quizás un dinosaurio embalsamado tenga mucho para contar sobre una “Era Mesozoica” llena de creatividad jurásica. Y entonces concertamos la nota: será al otro día en su casa. Y en el mediodía sofocante de un 30 de diciembre le golpeo la puerta. Y Olcelli me hace pasar a su bohardilla, que más que casa es el estudio de un verdadero artista solitario. Oleos y acrílicos (suyos y de otros) por todas partes; un retrato del “Che” muerto y dibujado por su amigo Adrián Ponce también muerto; fotos de revolucionarios argentinos y cubanos sacadas de las revistas y otras reveladas de rollos como si fueran familiares (al final de la nota tendré una sorpresa al respecto) y también las fotos de una familia que ya no vive bajo su mismo techo, pero que sigue siendo el cimiento de su existencia: sus tres hijos. Luego, libros y revistas, historietas y fascículos, hojas con dibujos a medio hacer y una atmósfera de calma donde la creación pareciera dialogar con la política (y acaso ésta sea una buena aproximación a su arte gráfico). Y así, frente a una jarra de jugo de manzana y permanentes cubeteras empieza esta charla que será reveladora para este obrero de la información; porque amén de la admiración que profeso por los dibujos de Raúl, yo nada conocía de su vida.
La Playosa: génesis del artista cachorro
-¿Cuándo te dijiste “voy a ser caricaturista”?
-Fue cuando tenía 4 años. Mi mamá me trajo del pueblo a una muestra de pintura que hacían los alumnos de Bellas Artes acá. Y cuando la vi me dije “yo quiero hacer y ser eso”. Pasó el tiempo y nunca me arrepentí. Para mí ser caricaturista siempre fue algo tan serio como ser pintor o escultor.
-¿Y empezaste a dibujar a esa edad?
-Sí, pero como era monotemático hacía solamente trenes. Eso era porque mi papá tenía un quiosco frente a la escuela. Y cuando iba a buscar la mercadería al ferrocarril me llevaba con él. Para mí era una fiesta. Y yo me quedaba horas mirando la locomotora y las dibujaba de memoria. Actualmente lo hago. Y a la máquina “4664” la puedo dibujar con los ojos cerrados. Incluso hace poco que la encontré hecha museo en Balnearia. Para mí dibujar trenes era dibujar un viaje que no había hecho, pero que un día haría…
-¿Y qué decía tu viejo de tus dibujos?
-Yo siempre digo que mi viejo hizo el primer “Facebook” del pueblo, porque ponía los dibujitos en la vitrina del mostrador y se lucía como buen padre de hijo único. Mi viejo me adoraba y yo me crié en un ambiente de mucha creación. Mi mamá era profesora de piano y en casa siempre había música. Me tocaron dos padres adoptivos alucinantes, que me criaron con el amor más grande del mundo.
-¿Y de cuándo data tu primera caricatura?
-La hice en mi estilo y sin copiar a nadie en el 74. Fue una caricatura de Beckenbauer en el Mundial de Alemania. Yo tenía 13 años y estaba muy orgulloso. No sé a dónde estará ahora, creo que la perdí entre tantas mudanzas…
-¿Y habías aprendido a dibujar en alguna parte?
-En ese momento en el pueblo no había nada, sólo una profesora que venía de Las Varillas. Y aunque no era una gran dibujante, me estimuló muchísimo. Y yo me hice solo, dibujando y mirando todo el tiempo. Y como no había Internet, había que comprar libros, buscar…
-¿Qué es lo más importante en una caricatura?
-A diferencia de la historieta, en la caricatura tenés que poner todo en un solo cuadro. Se tiene que lucir la cara del retratado y el símbolo de lo que querés representar. Yo me fijaba mucho en el estilo de un cordobés que era José Hernández. Después vinieron Nine y Sabat. De ellos aprendí mucho, pero siempre profundizando en mí mismo. Nunca traté de copiarlos.
Dibujante de un diario; un sueño en tiempos de la colimba
-¿Y cuándo fue que te sentiste un “profesional” de la caricatura?
-Fue La Playosa cuando el equipo de fútbol se clasificó. Nos llamaron a mi amigo Adrián Ponce y a mí para que caricaturizáramos a todos los jugadores. Nos dividimos la mitad del plantel y nos pagaron. Ahí me di cuenta de que lo que hacía tenía un valor. No había pasado mucho de la caricatura de Beckenbauer así que “la tenía re clara”… (risas). Cuando hice el servicio militar me preguntaron qué hacía y yo dije que era dibujante. Por más que había ido a Los Trinitarios y mi único título era el de técnico lácteo, no daba el brazo a torcer.
-¿Y también dibujaste en la colimba?
-Sí, a mis 32 compañeros en el faro de Punta Mogotes. Cuando nos despedimos les regalé el retrato a cada uno. Les dije que lo que más quería era trabajar en un diario y me desearon suerte…
-Y la tuviste, porque al poco tiempo entrás al periodismo en Villa María…
-Sí, eso fue en el año 82, cuando empecé a colaborar en el “Noticias”, pero todavía no era caricaturista, sino que hacía dibujo publicitario. Como no estaba muy ducho en el dibujo, me puse a estudiar a fondo el cuerpo humano. Estuve meses dibujando manos, pies, rostros, cuerpos… Traté de enmendar mis falencias. Yo tenía claro que quería dibujar a la gente, pero no me considero un buen dibujante. Lo que sí, siempre traté de ser fiel a mí mismo.
-¿Y quién es un buen dibujante para vos?
-Nino Menardo. El era un esteticista, un exquisito. Monky Tieffemberg era un buen dibujante también, pero sobre todo era un gran artista. Trabajé con los dos y aprendí de ambos, aunque con Nino discutíamos un montón…
-¿Y por qué discutían?
-Porque él tenía un estilo muy diferente al mío y me retaba siempre (risas). A mí me gustaba retratar metiéndole muchas cosas mías a los rostros. Yo estaba en un período de búsqueda y él ya era un artista hecho. Por eso me decía “al rostro lo tenés que representar de manera que se entienda rápido, sin tanta subjetividad”. El era un maestro en su rubro, pero con el tiempo me di cuenta de que ambas posturas eran válidas.
-¿Nino era más “retratista” que vos?
-Claro, más “caracterizante”. Yo, en cambio, era un “caricaturista deformante”. Pero ojo que muchas veces hago caricaturas tipo retrato como a él le gustaba. Porque acá en Villa María a la gente le gusta verse reflejada de manera fiel. En ese sentido, todavía le doy gracias por sus consejos.
-¿Es más difícil dibujar a villamarienses que a los famosos del país?
-En cierto modo sí, porque a los famosos los dibuja todo el mundo y tenés de dónde agarrarte. Pero acá te las tenés que arreglar solo y muchas veces sos el primero en retratar a un político. Eso a veces te juega a favor, porque al estar solo te manejás con más frescura.
-¿Hay que saber de política para dibujar políticos?
-Sí, pero yo tuve la suerte de tener un gran maestro al dibujar durante años la columna de Bernardino Calvo. Al lado de “Dino” aprendí muchísimo; sobre todo de qué se trata la escena política de la ciudad y del país. La caricatura política es lo mío.
-¿El suplemento de Humor Grasoso?
-Lo hacía con Miguel Andréis y Daniel Sánchez, con ellos también aprendí muchísimo haciendo el suplemento de humor en los años 90. Fue una época maravillosa. ¡Estábamos cuatro horas cagándonos de risa en la redacción! Era un trabajo fabuloso y en equipo. Ahora me estimula mucho ilustrar el suplemento de Jesús Chirino y Nancy Musa.
-Alfonsín y Perón, Evita y Cristina, Accastello y Veglia, Lennon y Maradona,… Tu galería de personajes es interminable… ¿Alguna vez retrataste a Raúl Olcelli?
-Una sola vez. Y la verdad es que me tendría que volver a dibujar, pero me interesan más los otros. Cuando vienen a verme mis hijos, los vuelvo locos haciéndolos posar.
-¿Te juega a favor la presión del día a día en el diario o preferís trabajar con tiempo?
-Estoy acostumbrado a las dos cosas; pero a veces hacés un trabajo de un mes y no te queda tan bueno como cuando la adrenalina se mezcla con el trazo y lo tenés que entregar en dos horas. Por eso a cada dibujo lo hago como si fuera el último.
-Pero me imagino que tenés algún favorito…
-Sí, pero me doy cuenta de eso cuando pasa el tiempo. Me gustó, por ejemplo, un retrato de Jauretche o la caricatura que hice cuando murió Cerati que me partió en dos. Creo que los trabajos más logrados son los que hacés desde el dolor, como el de Gustavo, donde sus pelos revueltos eran un símbolo de mis neuronas revueltas porque no podía entender…
-¿Te ayuda la devolución en los otros?
-Sí, para mí es muy importante porque uno empieza a valorar los dibujos en función del valor que le ponen los demás. Esa mirada de afuera no tiene precio.
-¿Y los compañeros del diario?
-Ellos siempre me hacen la misma, me ven dibujando y me dicen: “¡Qué bueno que te está saliendo Atahualpa!”; y yo lo estaba dibujando a Albor Munch (risas). A eso se dedican, a buscar los parecidos más ridículos. Pero son importantísimos porque han valorado cosas que yo pasaba por alto. Y generalmente han tenido razón. ¿Vamos a comer? -me dice Raúl.
Y cuando el almuerzo que mi entrevistado improvisa en 10 minutos está listo (empanadas de la víspera, queso y fiambre enrollado a modo de canapés con la clase de un cheff, cerveza negra y vino tinto “comprado en la góndola del súper”) le hago la última pregunta.
-Me quedé pensando en lo de tu adopción… ¿Alguna vez conociste a tu padre biológico?
-Sí, lo vi dos horas en mi vida hace unos años. Es este que está acá, mirá… -y Raúl me señala uno de los “revolucionarios” recortados de una revista. Allí, entre un grupo de soldados estilo cubano, el hombre aquel parece charlar luego de un alto en el camino-. Sí, mi viejo biológico fue guerrillero del Ejército Guerrillero del Pueblo, el de Massetti antes de la llegada del Che y luego estuvo preso en Salta desde el año 64 al 67 y luego desde el año 76 al 79, pocos días después de que lo desparecieron a mi abuelo biológico, un judío socialista que vivía en Cosquín. ¿Te gusta la paleta enrollada con queso?- “Es mi plato favorito”, le digo. Y cuando yo pongo “stop”, lo que viene es la alucinante historia de un hombre en búsqueda de su propia identidad, el rastrillaje existencial de un joven que recibió la ayuda incondicional de una amiga y excompañera de trabajo, Vilma Perracchione. Y entonces, acaso sin querer, Raúl Olcelli me acaba de dar la clave no sólo de su mettier sino de su vida toda. Porque él, que se la pasó dibujando personajes durante 40 años, en realidad lo que hacía era buscar a uno solo. Porque él, cuyo trabajo fue captar la esencia de todos los rostros, en realidad estaba buscando el ADN gestual de su espíritu. Y acaso por eso es que de chico dibujaba tantos trenes y hoy los sigue dibujando. Porque la búsqueda no terminó. Porque necesita pintar la locomotora “4664” para volver con sus padres a la estación de La Playosa, pero también necesita subirse a un viaje; en la estación desconocida de un paraíso perdido pero infinitamente ansiado.
Iván Wielikosielek