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12 de Enero de 2015
Segunda parte
Joaquín Pereira y Domínguez, el hombre de la historia
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Castillo de Sotomayor

Escribe: Rubén Rüedi (HISTORIADOR)

 

Sembrador del amanecer
Villa María, en sus inicios, tuvo una composición social casi uniforme en la que no se destacaban apellidos nobiliarios ni de alcurnia alguna. Muy por el contrario, quienes se radicaron en estas tierras forjaron sus fortunas personales con el esfuerzo y la habilidad para interpretar, oportunamente, hacia donde soplaba el viento de los negocios.
Quienes luego se destacarían y de quienes la Historia guarda sus nombres en el cenáculo de la memoria, fueron casi todos inmigrantes llegados de allende los mares. Jóvenes cargados de esperanzas y dispuestos a trascender su tiempo.  Llegaron al terruño ctalamochitano cuando éste era un abúlico paisaje apretado entre grandes bosques de algarrobos, talas y chañares; sofocado por un océano de amarillentos pajonales. Fueron aquellos jóvenes quienes blandieron la hoz de los sueños y abrieron el surco por donde entró el progreso a iluminar la vida de una nueva generación de hombres templados con las vicisitudes de un tiempo difícil y cargado de incertidumbres.
Joaquín Pereira y Domínguez fue uno de aquellos sembradores del amanecer fundacional que abonaron la tierra con sus desvelos juveniles. Nació en Galicia, más precisamente en Sotomayor, distrito de Redondela, provincia de Pontevedra, el 30 de diciembre de 1847. Su padre se desempeñó como alcalde de Sotomayor durante veinticinco años consecutivos y, aún hoy, su labor es reconocida al frente de aquella comuna. 
El joven gallego interrumpió a muy temprana edad sus estudios en el Instituto Pontevedrés, para cruzar el Atlántico detrás de la aventura inmigrante. Así llegó a Villa Nueva, donde se empleó en la casa comercial de Boyer, Puente y Cía. Por aficción al trabajo y vivaz carácter, ganó la consideración de los propietarios y al poco tiempo fue habilitado con alguna participación en los beneficios del comercio. Tenía veinte años cuando supo que por la vecina orilla pasaría el tendido de rieles y que ya se había amojonado el territorio donde se fundaría un nuevo pueblo. Luego, con ahorros conseguidos a fuerza de privaciones y alguna ayuda, adquirió un solar en el sitio que después sería la esquina de la actual avenida Bartolomé Mitre y calle Buenos Aires. Un lugar inmejorable para aguardar con proyecciones el desarrollo urbano de la naciente aldea.
Allí, Joaquín Pereira y Domínguez levantó el edificio donde evolucionaría el principal comercio de la época. Establecido como próspero comerciante, comenzó a estimular la llegada de amigos estancados en Redondela. Así arribaron al villorrio cordobés Bernardo Fernández, Avelino Giváldez, Manuel Rodríguez Cías, José Furió y Claudio Vidal, entre otros, quienes luego amasarían verdaderas fortunas personales en el pueblo donde todo estaba por hacerse.
 
Una sombra en la noche
En aquellos años, la mayoría de los vecinos habitaba en ranchos de adobe. En la aldea recostada sobre las aguas del Ctalamochita se levantaban sólo diecinueve casas distinguidas, construidas con ladrillos y con techos de tejas francesas. Frente a la estación existían tres hoteles que albergaban a los viajeros y cinco billares eran el ámbito donde se dejaba correr el tiempo. Algunos niños acudían a las dos escuelas públicas, una para varones y otra para mujeres, o a la única particular, que recibía alumnos de ambos sexos. 
El desarrollo urbano se acelera. Comienza el desmonte más allá de la zona céntrica, la plaza del Este luce tímidas mejoras con aspecto de paseo público, la mansión de Pereira y Domínguez se yergue imponente en la esquina de Paraguay y Corrientes.  
Al caer la tarde, en el Club Progreso un grupo de vecinos se arremolina para escuchar los dulces acordes del flamante piano que acaba de llegar a la aldea. 
Será en una de aquellas noches cuando la vida de Joaquín Pereira y Domínguez termine signada por la tragedia. 
Es el jueves 13 de noviembre de 1890, el reloj del Club Progreso marca las veintiuna horas y quince minutos. Ha sido un día de fatigosas tareas. Joaquín agita la baraja española para iniciar la última partida de la noche. Como lo hace habitualmente, ha llegado desde su mansión ubicada rieles de por medio, frente al club, para tomarse un recreo y departir con los vecinos. Algunos parroquianos observan el juego acodados en el mostrador. Un silencio espectral, sólo interrumpido por el croar de las ranas y el zumbar de algún insecto que se adviene al estío, envuelve la paz de la aldea. De pronto, se escucha llegar a un jinete que amarra su caballo cerca de la puerta de ingreso al club. Los hombres del mostrador miran hacia afuera y sólo ven una sombra. La sombra ingresa al salón:    
 –¿El señor Joaquín Pereira y Domínguez?– pregunta.
 –Pues, yo soy, ¿qué desea? – responde con su acento gallego el nacido en España, sin levantar la vista del naipe que orejea.
Parado bajo el marco de la puerta, el desconocido extrae un revólver de entre sus ropas y sin mediar palabra abre fuego contra su víctima. Nadie atina a reaccionar y Joaquín Pereira y Domínguez, a punto de cumplir cuarenta y tres años, se desploma sobre la mesa. El forastero emprende raudamente la huida y se pierde al galope entre las sombras nocturnas que cubren el villorrio. Ha muerto el hombre que inspiró el definitivo desarrollo urbano y social de la comarca a la que llegó siendo casi un adolescente y en la que hoy  ve cegada su vida.
Mucho se dijo sobre las causas del crimen. Una de las versiones es la que indica que fue producto de una venganza. Días antes, una empresa de Rosario, con la que realizaba negocios, le había solicitado a Pereira y Domínguez informes comerciales sobre cierto sujeto que pretendía adscribirse como cliente de la firma. Fiel a su proceder frontal y decidido, el español dijo lo que pensaba y el informe fue negativo, pagando con su vida el gesto de sinceridad.
Por otra parte, hacía poco que Pereira y Domínguez había renunciado a su cargo de concejal, decisión en la que lo había acompañado su socio y también edil, Marcelino Arregui. Se vivían días agitados en la política comarcal de aquel tiempo. Uno de los concejales electos, Juan Vázquez, se desempeñaba a su vez como juez de Paz. Pereira y Domínguez se opuso con firmeza a que el nuevo edil desempeñase los dos cargos a la vez y planteó formalmente, dentro del recinto deliberativo, su cuestionamiento a dicha incompatibilidad. El concejo resolvió aceptar de todas maneras la incorporación de Vázquez, sin que éste dejase el cargo de juez de Paz, y ante esta situación Joaquín Pereira y Domínguez renunció a su banca, lo que produjo una grave crisis política y el consabido revuelo en la sociedad villamariense. 
Su viuda, Elisa Cardama, lo sobrevivió hasta el año 1953, cuando falleció a los 93 años. Heredó de su marido una cuantiosa fortuna que supo mantener a través del tiempo. Joaquín Pereira y Domínguez fue, sin dudas, el mayor símbolo del desarrollo villamariense en las horas fundacionales.

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