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13 de Enero de 2015
Perfil de un reconocido personaje de la ciudad
El hombre que fotografiaba las ausencias
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Carlos Bueno y su bicicleta son una postal de la ciudad. Llegó a la ciudad, desde Idiazábal hace 30 años

Hace 30 años que Carlos Bueno va con su cámara por las canchas de Villa María, siguiendo muy especialmente las campañas de Alumni. Detrás de su mítica bicicleta llena de fotos se esconde una historia de vida llena de preguntas, soledad y fe, que no aparece en sus 18 x 21


Escribe Iván Wielikosielek

Lo conocí hace cinco o seis años, viendo partidos de fútbol en los bares. Supongo que debemos ser los pocos villamarienses que no tienen televisor y no están dispuestos a perderse Boca o San Lorenzo (su caso y mi caso, respectivamente) a menos que estén bombardeando la ciudad o se haya declarado la peste. 
Sin embargo y a pesar de los años en que hemos coincidido en un café, siempre pensé que aquel hombre no me registraba en absoluto; no sólo porque nunca me dirigía la palabra, sino porque estaba como desconectado, saludando sólo a los que entraban o salían del bar con el mismo tono oficial y distante. Ninguno de los parroquianos que miraban partidos con nosotros parecía ser su amigo como tampoco ninguno le resultaba del todo desconocido. 
“Qué tal, Carlitos”, le decía algún habitué. Y así fue como aprendí su nombre y lo empecé a saludar. “Qué hacés, nene”, me contestaba con la mirada de quien no está ahí. Hasta que una tarde de 2010 me habló por primera vez. Fue en el bar de una estación de servicio y ante unas imágenes de Boca levantando una Libertadores. “¿Cuándo van aganar una copa de esas? Ja, ja…”, me dijo con una risa que sonó fría y lejana, como la sirena de un buque finlandés que se pierde en un mar helado. Yo le contesté sin agresividad y con una pregunta del folclore del fútbol: “¿Y ustedes qué nos van a regalar mañana para el Día del Padre?”. Pero el hombre al que le había preguntado ya no era el mismo. Había cambiado la voz y la mirada. Ahora ya no se reía. Y cuando me decía algo (muy poco, por cierto) su tono era decididamente de enojo incomprensible; un enojo en la “lengua finlandesa del alma”.
Tres días después me lo crucé en la calle y contra todos los pronósticos me saludó desde su bicicleta como si nada hubiera pasado “¿Cómo te va, nene?”. “Hola, Carlitos”, le dije. ¿Qué le había pasado? ¿Se había olvidado de la “discusión”? ¿Se le había pasado el enojo? ¿Había sacado a pasear su ira en bicicleta? ¡Su bicicleta! Yo siempre había visto a Carlitos en bicicleta de andar pesado, una “mormona” de color azul eléctrico de doble caño y su cesto cubierto por una tapa de cuero y un montón de bolsas en el manubrio.
¿Qué llevaba? ¿Una bolsa de dormir? ¿Zapatos? ¿Alimentos? Llegué a pensar que esa bici era su casa, como la de tantos hombres que durante muchos años vi en las grandes ciudades. Y si pensé eso fue porque hombre y bicicleta eran inseparables. A tal punto que siempre la estacionaba sin cadena en la vereda del bar mientras miraba los partidos y tomaba Coca-Cola (jamás alcohol). 
Incluso solía tener las botamangas de sus pantalones metidas en los zoquetes de toalla, como si en cualquier momento tuviera que salir de urgencia a buscar algún refugio. 
Tiempo después me dijeron que el hombre era fotógrafo y que lo que llevaba en el cesto era su cámara, que se especializaba en deportes, que solía tener ataques de epilepsia, que su historia estaba llena de problemas familiares y misterio, que no era oriundo de Villa María pero vivía en la ciudad absolutamente solo, que tenía una casa y que incluso había tenido un auto pero su problema epiléptico le impidió seguir manejando, que su “oficina”, como todos sabían, era la esquina de San Martín y Buenos Aires donde siempre se lo podía encontrar, que por qué no le hacía una nota alguna vez.
Y bien, hace apenas unos días y en un tórrido atardecer de fin de año, por fin me decidí. Mi futuro reporteado estaba sentado en una silla de latón que le había prestado el café de la música esperando con su cámara a los clientes o la lluvia.
 
“Charly’s interview”
 
-¿Cómo andás, Carlitos, cómo anda ese Boca?
-Todo bien, nene. Este año vuelve Román y salimos campeones.
-Vengo a hacerte una nota para EL DIARIO, para que me contés de las fotos.
-Bueno, pero no tengo mucho tiempo. Solamente 10 minutos -y el hombre mira inquieto en todas las direcciones, muy en especial hacia el oeste, donde una tormenta azul pone una tinta cada vez más oscura en el cielo.
-Sí, 10 minutos está bien. ¿Empezamos?
-Sí, nene, dale.
-Decime cuánto tiempo hace que estás en la ciudad, porque no sos de Villa María, ¿no?
-No, soy de Idiazábal. Después me fui a vivir a Ordóñez y desde el 84 que vine acá.
-Treinta años…
-Sí, treinta años. Me vine cuando falleció mi padre.
-¿Siempre tomaste fotos?
-Empecé en Idiazábal en el año 60, cuando me compré la primera cámara. 
-¿Qué tipo de fotos hacías allá?
-De todo. Sociales, casamientos, deportes.
-¿Dónde las revelabas?
-Me venía a Villa María, a lo de un muchacho que se murió hace 15 días. Pero después me puse mi propio laboratorio.
-¿Cómo aprendiste a revelar?
-En Córdoba. Me enseñó un militar que era amigo de un conocido mío. Estuve cuatro meses allá y no me cobró nada. Compraba los líquidos en Ciffre-Acosta, que todavía está en Vélez Sarsfield 57.
 -¿Siempre trabajaste como fotógrafo en Villa María?
-No, primero trabajé en Le Spoir y en el Garden. Estuve un año y medio de mozo. Hasta que tuve cuatro casamientos seguidos y volví a la fotografía. 
-¿Cómo fue que te contactaron para las fotos?
-Por conocidos. Los hijos de Caula y de la familia Bizarri, que eran de mis pagos, me dieron los primeros trabajos. Y ya no volví más al bar.
-¿Cómo empezaste con el fútbol?
-Me llamaron también por conocidos de Idiazábal, porque yo saqué allá y en Ordóñez, en el Club Sportivo Unión y en la Sociedad Italiana. 
-¿Y empezás con Alumni?
-Sí. Yo les saqué siempre y le regalaba murales al club, las 30 x 40.
-¿Te acordás de algún partido en especial?
-Sí, el que Alumni le ganó a Belgrano 1 a 0 con gol del “Gaucho” Beltramo de córner.
-¿Pudiste fotografiar ese gol?
-No me acuerdo, pero creo que no.
-A lo mejor lo fotografiaste y no lo revelaste, como si hubieras tomado una ausencia.
-Sí, puede haber sido así, a lo mejor lo tengo y no lo revelé.
-¿Y cuál fue el mejor Alumni que viste?
-Ese donde jugaban Rapetti, Stobia, “Cachi” Formía, Daniel Ruidavets, el “Griego” Hiotidis, el “Rulo” Agonil, Amarilla... Una barbaridad; nada que ver con el de ahora. 
-¿Todavía tenés los negativos de esos equipos?
-Todo. También tengo los CD que me guardan los chicos del laboratorio Román.
-¿Siempre sacaste con tu cámara de Idiazábal?
-No, porque apenas pude me compré una Canon T-90 y después el reverendo Omar Cabrera me trajo una Nikon 4004 de regalo.
-¿El reverendo Omar Cabrera?
-Sí, porque hace 35 años que estoy con ellos. Donde ellos me necesitan, ahí estoy. Y fotos que son para ellos, fotos que son gratis.
-¿Toda la vida fuiste cristiano?
-Siempre.
-¿Por eso no tomás alcohol?
-No, no tomo porque tuve meningitis de chico. El alcohol me hace mal, pero me voy a curar. Yo sé que un día el Señor Jesús me va a curar.
 
Y, extrañamente, a esta última frase el hombre la dice con una convicción diferente a todas las frases de la entrevista, casi con una “dulzura” absolutamente inesperada en el diapasón distante de su voz. Y pienso que acaso Carlos Bueno, que su esencia más profunda o “su alma” es la que me acaba de decir esa frase. Entonces el hombre mira su reloj y me dice: “Me voy, nene, justo a las 8 tengo una reunión de célula”. Y cuando le pregunto qué es “célula” me dice: “Una reunión cristiana. Antes de célula se llamaba... se llamaba....” y entonces pareciera buscar la palabra entre los oxidados CD de su memoria. Hasta que al cabo de tres minutos la encuentra: “¡Núcleo! Así se llamaban antes... Reuniones de Núcleo Familiar”. 
La tormenta truena en el oeste y el cielo pasa de un azul-violeta a una oscura tinta china. Pero al hombre de la bicicleta mormona pareciera no importarle en absoluto. Seguramente ha leído más de una vez el Apocalipsis y ya está preparado para las negras lluvias por caer, para las estrellas que se caerán del cielo y la luna que se volverá como de sangre. Entonces se cuelga la cámara al hombro, mete las botamangas en los zoquetes de toalla y nos despedimos con un apretón de manos en la calle. 
 
-Suerte y feliz año, Carlitos.
-Feliz año, nene, y que Dios te bendiga.
 
Quiero decirle algo más, alguna palabra, algún deseo, pero Carlos Bueno tiene la mirada más ausente que nunca. Y cuando monta su centauro de metal azul eléctrico, tengo la certeza de que ya se ha olvidado de mí y de esta charla; que se ha despedido de mí para siempre. Y pienso que si no fuera por este grabador de periodista, sus palabras también habrían pasado por mi cabeza como la brisa de un viento que no se recuerda. 
Sin embargo, hay una frase que se me graba a fuego y no deja de pasar su replay durante varias cuadras: “Yo sé que un día el Señor Jesús me va a curar”. 
Por fin se desata la tormenta, caen las primeras gotas contra los techos, retumban los truenos, suenan alarmas de los autos con su bocina infernal y la sirena lejana de Bomberos aúlla como un mamut enloquecido. Pero, a pesar de todos esos ruidos, aquella frase del hombre es lo que más fuerte se escucha dentro de mi cabeza.
“Feliz año, Carlitos. Yo también sé que el Señor Jesús te va a curar”, digo para mis adentros cuando el hombre ya es un punto en una calle plagada de autos y gente que corre apurada con regalos bajo la lluvia.


 

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