Hay una escena que me quedó grabada en los comentarios mediáticos sobre el reciente atentado en Francia, a saber: la de un periodista italiano, especialista en islamismo, tratando de explicar a CNN posibles causas subliminales del espantoso episodio y a la vez siendo acallado por el conductor de los Estados Unidos que sólo deseaba sacar al aire la noticia de la muerte de los dos fanáticos.
El italiano buscaba explicar que los tres culpables eran franceses nacidos en Argelia, país que en la década del 90 tuvo una guerra civil con más de 200 mil muertos como consecuencia del desastre social que dejó allí Francia cuando se la apropió a Argelia como su colonia. No lo dejaron continuar con el razonamiento y ello fue una muestra de la norma básica que siguió la cobertura del caso en Occidente: unos fanáticos con el cerebro lavado capaces de llegar hasta la inmolación nos odian por lo que somos, no por lo que hacemos; son unos fascistas recalcitrantes que pretenden imponer la seriedad por la fuerza. La conclusión es muy clara: hay una identificación ontológica entre el islam, como religión a secas, y el fascismo criminal.
Sin embargo, lo que faltó en esa explicación era agregar que el fascismo se alimenta siempre, a lo largo de la historia, de su propia legitimación reactiva, en un marco social e ideológico en el que todo es respuesta y todo es, por tanto, fascismo. Así, por ejemplo, el contexto europeo actual es el de un fascismo rampante, que en el caso de Francia tiene valedores intelectuales de mucho prestigio bajo la bandera del Frente Nacional de Le Pen, calentando el ambiente con que el islam es un peligro por sí mismo desde hace tiempo.
Viene diciendo, concretamente, que la población de Europa está siendo lentamente remplazada por extraños a la historia de Europa: inmigrantes de los cuales, solamente en Francia, cinco millones son musulmanes. Es decir: se trata de un fascismo que ya estaba presente y que ahora “reacciona” frente a la “reacción”. Es como si el “maten a todos los infieles” fuera contestado y precedido por el “maten a todos los musulmanes”. Y sin embargo, se trataría así de una guerra de Europa contra una parte de ella misma: una guerra civil.
“Hay que defender los valores de Francia” dijeron al unísono Le Pen, Hollande, Sarkozi, Renaud Camus y otros personajes de esa calaña y, en verdad, esa frase no se diferencia mucho de la otra: “Hay que defender los valores del islam” pronunciada por Abu Bakr Al-Baghdadi. Porque, al fin y al cabo, los “valores de Francia”, como “los grandes valores de Europa”, son, entre otros, la libertad de expresión, pero también el colonialismo, el nazismo, el estalinismo, el sionismo y el bombardeo humanitario.
Sigue siendo un lugar común decirlo y, sin embargo, es lo que más se acalla: Occidente es el que ha creado al monstruo del fundamentalismo islámico como una consecuencia de la retirada de la izquierda.
El de Afganistán es el caso más patente. Hace 40 años era un país musulmán moderado, casi laico, con un rey prooccidental y un partido comunista fuerte hasta que los comunistas dieron un golpe de Estado. Entonces los gringos apoyaron a los talibanes y enviaron allí hasta a Rambo y ahora tenemos a un pueblo fanático y profundamente reaccionario.
Sucede lo mismo en casi todos los países árabes: el ascenso del fundamentalismo religioso es la contracara de la desaparición de la izquierda secular en los países musulmanes. En Siria, Irán, Irak e incluso Egipto pasó lo mismo y probablemente alguien recuerde cuál fue el crimen del político egipcio Gamal Abder Nasser (tan apoyado por el Occidente cristiano): a mediados de los años 60 asesinó prácticamente a todos los comunistas. En otras palabras, el ascenso del fascismo es una prueba de que había un potencial revolucionario, una insatisfacción que no pudo movilizar la izquierda y que Occidente ayudó a estrangular.
Así volvemos al punto de partida: el fascismo de un bando alimenta al fascismo del otro, con la diferencia de que uno se vende como legítimo por venir desde lo legítimo. Por eso en Europa asistimos a nuevas formas de racismo cada vez menos solapadas, al punto que hasta en Holanda (país considerado símbolo de la tolerancia) el segundo partido en importancia es ya un partido antinmigrantes.
La masacre parisina da pie a otra vuelta de tuerca, como ya se ha visto en los recientes ataques a mezquitas y ciudadanos franceses cuya culpa era ser árabes. ¿Hasta dónde se piensa llegar, errando en el examen y la dirección del odio?
Emil Cioran (que como filósofo era un escritor satírico excelente) ponderó en “El aciago demiurgo” que “se puede dar por seguro que el Siglo XXI, mucho más avanzado que el nuestro, mirará a Hitler y a Stalin como a tiernos infantes”. Quién sabe si el chiste no acabe siendo profético.
Franco Sampietro