Y entonces se largó a llover como si fuera la última vez. Yo venía caminando por la 9 de Julio bajo unas nubes que se habían ido amontonando durante varias horas. No sabía cuándo se iba a desatar la tormenta, pero si no lo había hecho hasta ahora, a lo mejor pasaba de largo. Y entonces aproveché para saludar al hijo de un amigo que cumplía los años y llevarle un regalo.
Pero cuando doblé por Entre Ríos, el agua empezó a caer sin avisar. Y fue como haber doblado en la esquina del diluvio. Vi de lejos un fabuloso refugio y corrí. No quería que se mojara el regalo envuelto en un dibujo, así que metí los 60 metros más veloces de mis últimos tres años hasta que llegué a ese enorme cobertizo en La Casa del Comercio.
Bajo el techo de chapas había una joven pareja abrazada, dos nenas de unos 12 años y una señora con una bolsa; azarosa feligresía que sólo puede reunir el dios de la lluvia en un templo de chapas. Creo que ninguno de los que estábamos ahí pensó que la espera duraría una hora.
Las nenas, ajenas a los tiempos de la espera y acostumbradas a la velocidad de Internet, miraban el Facebook en celulares del tamaño de libretas. “La Katy dice que allá también se largó”, dice una. “Ponele me gusta”, dice la otra a los gritos porque el agua empezó a romper tan fuerte que nadie se escucha. Ambas están sentadas en el zócalo con las zapatillas mojadas como en una propaganda de Nike. Y me pregunto si me habrán registrado siquiera.
La mujer cambia la bolsa de mano porque se ha dado cuenta que las ráfagas de viento han empezado a mojarle unos discos que se traslucen del plástico (¿pascualinas? ¿Prepizzas?).
A mi lado, y como si fuese una escena hollywoodense, la pareja empieza a besarse. Es un beso largo y bastante premeditado, como si ambos dijeran “para que un día nos acordemos de esta tarde”. Al fin y al cabo, de escenas así están hechas todas las canciones, las películas y los recuerdos de la más sangrante melancolía. El chico tiene tatuajes y la chica un pearcing en la nariz. No tienen más de 20 años y (no sé por qué) pienso que ella está embarazada, que muy pronto mirará la lluvia desde la ventana de una clínica en dulce espera.
Mientras, los autos parecen lanchas y cortan el agua de calle Entre Ríos, que ya es un río que mueve un oleaje considerable. Hay autos que estacionan como buques con el guiño bajo el agua y entonces sale la gente de la confitería Marzolla: dos chicas que se mojan hasta la otra esquina y una señora con la caja de una torta. “¡Andá hasta la esquina, mamá, que acá no hay lugar!”, le gritan desde la ventanilla. Entonces la señora corre hasta el auto que gana la vereda, se abre la puerta y la mujer desaparece como un fantasma y el auto se vuelve un punto bajo el agua. Después sale una familia tipo que ha estacionado al frente. El papá sube al nene a cococho y corre seguido por su mujer y una nena “¡Está lloviendo, papá, está lloviendo!”, grita el hijo con esa alegría que sólo se tiene en los cumpleaños.
Las chicas del Facebook al final deciden pedir que las busquen. “Decile al papá de la Katy que lo llame al abuelo”. “Dice que ya le habló y que viene en 10 minutos”. Pero pasan los autos y los minutos y el agua no para y el abuelo no viene. Pero las chicas, ahora más calladas, empiezan a jugar al “Candy Crush”. Me digo que todavía no me miraron. Si en media hora les preguntan quién más estaba con ellas en el tinglado, no van a tener la menor idea. Hasta que se detiene un Fox plateado, las chicas se ponen de pie y luego se sientan. No es el abuelo. Se abre la puerta y una voz masculina y autoritaria le dice a la mujer de la bolsa “¡Dale, subí! ¡Sólo a vos se te ocurre salir un día como hoy!”. Hasta que logra subir al auto se ha formado una fila de buques que no paran de tocar bocina. “¿Qué te pasa, otario?”, grita el hombre autoritario por la ventanilla. Las pizzas de la mujer decididamente se han mojado. Y entonces me acuerdo de mi mochila. Está como si recién la sacara del lavarropas. ¿Cómo será 20 cuadras después, cuando llegue a la casa de mi amigo?, me pregunto. Por suerte, el dibujo ha zafado bastante bien. “¿Estás segura que venía enseguida?” dice una de las nenas. “¡Dijo en 10 minutos”, contesta la otra. De a poco se están dando cuenta de que tener paciencia es sentir que ya nadie va a venir a buscarte, que es necesario vivir una situación de paso como si fuera definitiva, que un vecino casual acaso termine siendo tu compañero de celda aunque todavía no lo hayas registrado.
Un remís blanco se detiene y la parejita se le anticipa a un hombre con una torta. “Es para nosotros, maestro, recién lo llamamos -dice el chico-. Además, ella está embarazada”. “Ningún problema”, contesta el señor.
Enseguida se detiene otro remís y lo toma el hombre. Quizás hoy cumpla años su mujer y él podrá decir, sentado en el living de su casa, que fue y volvió a buscar una torta como si nunca hubiera llovido y menos diluviado. Lo mismo habrán dicho los sobrevivientes del Titanic; les habrá parecido lo más normal del mundo que los vinieran a buscar en bote mientras que a los pobres los dejaban flotando con salvavidas en el agua helada.
Pero más que el Titanic, lo que me viene a la cabeza es el Arca de Noé. Porque la lluvia es cada vez más fuerte. Y me pregunto, como Creedence, “who’ll stop the rain?”. Y, sin querer, empiezo a silbar aquella canción.
Hasta que un Fox plateado se detiene entre los coches. “¡Abuelo!”, grita una de las nenas. Ambas guardan sus celulares en unas carteritas de tela y se van sin haberme registrado en absoluto. Yo me quedo solo bajo el tinglado sabiendo que no hay botes del Titanic para los que no tienen para el taxi, que un lugar fugaz puede ser un lugar definitivo. Me digo todo esto pero en el fondo me victimizo y siento más lástima de mí que orgullo.
Entonces, un minuto después, se detiene un tercer Fox plateado. Es el mismo de las nenas. Se baja la ventanilla y desde el volante un hombre me dice “¿Lo llevo a algún lado, muchacho?”. La invitación me agarra de improviso y mi timidez me juega una mala. “No, maestro, mil gracias, pero voy acá nomás. Además, ¡la lluvia va a parar enseguida!”. El hombre me levanta el pulgar en señal de okey y arranca, mientras las nenas me saludan por la ventanilla y se ríen, mirándome por primera vez en toda la tarde.
Iván Wielikosielek