Escepticismo endémico
Una importante cantidad de ciudadanos ha perdido la fe en la política y su entorno. No creen en los partidos ni en los dirigentes, tampoco en las instituciones o la República y hasta se animan a criticar a la "sagrada" democracia, asumiendo el riesgo de ser políticamente incorrectos.
Algunos son sólo pesimistas crónicos, pero los más son sujetos normales, gente equilibrada, que está fastidiada con el presente, enojada con lo que sucede y con la innumerable nómina de crónicas retorcidas, con finales poco felices, que se encargan de avalar esa sensación tan frecuente.
Este no es un fenómeno exclusivo de países con sistemas políticos precarios, irregulares o inmaduros. Sucede en casi todo el mundo, aunque con matices evidentes, bien diferenciados entre los extremos opuestos.
Muchas sociedades han padecido aberraciones inadmisibles. Sus habitantes han escuchado hablar de fraudes, acuerdos oscuros, muertes dudosas y casos judiciales bajo sospecha que jamás llegan a la verdad. En realidad no lo saben con certeza, esas personas sólo lo suponen. Pero el problema es que cada una de esas hipótesis que rodean a estas historias son demasiado verosímiles, pueden ser ciertas, podrían realmente haber ocurrido.
Claro que esa base informativa, ese conocimiento disperso, impreciso, pero al mismo tiempo disponible, suele dar lugar a las más intrincadas versiones e inspira a los amantes de las conspiraciones, esos que ven confabulaciones por doquier y entramados que poco tienen que ver con la realidad.
Ese escenario de absoluto desprestigio de la política y de sus débiles instituciones no es para nada deseable, pero es saludable asumir que esta visión forma parte del esquema vigente en muchas comunidades.
Es inevitable que en ese contexto de desesperanza sea difícil ver la luz al final del túnel y que muchos personajes de la política prefieran transitar idéntico camino, ya conocido, bajo los códigos contemporáneos, en vez de animarse a revertir la tendencia como si la misma fuera inmodificable.
Hace falta una generación de dirigentes preparados para torcer el rumbo. No debe ser sólo una facción, un partido o algún sector de la política. Pero es imprescindible que sea una abrumadora legión de personas dispuestas a cambiar la perversa inercia que ofrece la corporación política actual.
Para muchos, es sólo una expresión de deseo y no más que eso. Sostendrán, no con pocos argumentos, que muchos prometieron ser algo diferente y sólo continuaron el camino trazado por sus antecesores.
La cuestión de fondo es que ese grupo de dirigentes necesarios no sólo deben ser políticos profesionales, sino una multitud de pobladores con suficiente vocación para modificar esta mecánica desde diferentes estratos.
No surgirá mágicamente una nueva especie en la política y menos aún en forma espontánea, sino que aparecerá sólo en la medida que la sociedad pueda ser más exigente y deje de conformarse con los mediocres de siempre. Pero también será posible, en tanto y en cuanto, sean muchos los que abandonen definitivamente la comodidad que propone la apatía, renunciando a sus privilegiados lugares de espectadores de lo que ocurre, para ocupar un espacio protagónico allí donde sea preciso.
La política partidaria, esa que se encarga de ganar representatividad en el poder y que conforma gobiernos, es siempre el último peldaño, la cima de esta larga secuencia, que debe empezar mucho más abajo.
Es en el barrio o en el consorcio, en el club o en cualquiera de las organizaciones de la sociedad civil, en definitiva, en cada uno de los ámbitos de participación cívica donde se debe dar este proceso paulatino y progresivo, pero de un modo decidido, perseverante y comprometido.
No hay razones para resignarse totalmente. Se debe dar la batalla. Lo que no se puede hacer es sólo esperar que esto suceda gracias a un golpe de suerte, por un deseo superior, por justo que sea o necesario que resulte.
El desánimo seguirá ganando la pulseada sólo si los ciudadanos lo permiten. No será la alta política la que modifique el curso de los acontecimientos, sino la decisión de una casta de individuos capaces de testimoniar, a diario, con su ejemplo personal e intransferible, que están saturados de esta forma de hacer. Que su cansancio ha llegado al límite y que resulta vital construir un punto de inflexión, indispensable para iniciar una nueva etapa.
Seguramente no será un recorrido lineal, libre de sobresaltos, y hasta se deben contemplar esperables retrocesos. No existe alquimia que muestre atajos para revertir el presente sin esfuerzo. Para eso, cada individuo debe revisar, hoy mismo, su actitud frente a lo que ocurre. Sus quejas, enojos, bronca e impotencia, son sólo diminutos síntomas, pero no constituyen una acción concreta y mucho menos conducente. Hay que cooperar con algo más concreto, ser parte activa del cambio, participar de algún ámbito y, sobre todo, estar dispuesto a demostrar en el ejercicio de esa pequeña porción de poder cuan convencido se está de modificar lo que incomoda.
Si esa dinámica diera sus primeros pasos, si ese esquema fuera capaz de demostrar su viabilidad, es posible entonces que se empiece a superar esta patética situación que sólo muestra la peor cara del escepticismo endémico.
Alberto Medina Méndez
El ateísmo y la visión de Stephen Hawking
Stephen Hawking es, además de un eminente científico, una persona admirable por muchos aspectos, entre los que se encuentra la lucha contra una enfermedad que hace tiempo lo mantiene completamente inmóvil y dependiente de los demás.
Dicha inmovilidad no le impide dar, de vez en cuando, conferencias sobre lo que es su materia: la física teórica aplicada al cosmos, a la astronomía. Ultimamente y dentro de sus declaraciones ha afirmado: “Soy ateo. Dios no existe. La idea de Dios no es necesaria para explicar el origen del Universo”, todo ello mediante un sintetizador de voz que traduce de un sensor, los pocos movimientos que puede hacer con los músculos de la cara.
El ateísmo de Hawking me da un poco lo mismo. Personalmente creo que la fe nos la ofrece Dios y Hawking, que por estudiar el cosmos debería estar más cerca de El, la rechaza. Allá él con su conciencia. Lo que sucede es que hay tres aspectos que le debo criticar:
El primero, es meter a Dios dentro de la ciencia. ¡Hombre!, yo creía que Hawking era más inteligente. Si Dios pudiera ser demostrado mediante la ciencia, no haría falta la fe. Negarlo sería de necios, sería como negar la Ley de la Gravedad. No, Dios no puede estar dentro de los parámetros científicos, porque es inconmensurable. Del mismo modo que no puede demostrarse su existencia por medio de la ciencia, tampoco puede demostrarse que no existe usando métodos científicos, luego Hawking puede hablar de su ateísmo, no como científico, sino como persona.
El segundo aspecto a criticar es la ostentación que del ateísmo hace: “Soy Stephen Hawking, vengo a hablar de física teórica y soy ateo”. Si yo dijera sin venir a cuento que soy creyente, se me podría catalogar de cretino colosal. Por lo tanto, le critico a Hawking que haga gala de sus no creencias sin venir a cuento, una especie de apostolado del ateísmo aprovechando la importancia de su figura. Y aquí viene el tercer aspecto a criticar, del cual Hawking no es ciertamente culpable: el alto grado de estupidez de algunos periodistas y algunos medios de comunicación que resaltan el ateísmo de éste, para sibilinamente inferir: “Dios no existe, porque ¡fíjate! con lo listo que es Hawking, si él dice que no existe…”. A este razonamiento se le podría aducir que hay muchísimos científicos, quizá no con la repercusión de Hawking, pero sí con una similar inteligencia, que sí creen en Dios, aunque no hagan gala de ello ni ningún periodista les pregunte por sus creencias.
No existe un enfrentamiento entre ciencia y religión: ningún científico tiene que renunciar a sus creencias para desarrollar su profesión. La ciencia no tiene respuestas para todo como se puede pensar hoy en día, es más, cuánto más sabemos, más es la sensación de que lo que no conocemos es todavía mucho mayor; y, por último, cuando en una noche estrellada, uno mira al cielo y sobrecogido por la belleza de un universo que se adivina inmenso y maravilloso, se hace las tres preguntas importantes: “¿Quién soy? ¿De donde vengo? y ¿Adonde voy?; la ciencia no tiene la respuesta, esa respuesta solo está en Dios.
Alejandro Pérez Benedicto
DNI 18.416.942