Escribe:
Matías Sánchez (*)
¿Qué pasa cuando los crímenes son legitimados por quienes tienen el deber de prevenirlos? Tlatelolco, Halconazo, Aguas Blancas, Acteal, San Salvador de Atenco, Pasta de Conchas, Guardería ABC, Tlatlaya, Fosas de San Fernando, Guricuta, Muertes de Juárez y (hoy) Ayotzinapa.
Un proyecto (realizado) que somete, hostiga y desaparece a quienes luchan por algo distinto, a los que les parece injusto el presente y el porvenir que deviene. Ese “garante” que en procura “del bien de todos” se ve acompasado de asociaciones a nivel local, regional, nacional e internacional con los crímenes organizados y multinacionales: en la política, en lo económico, en lo social. Alejando cada vez más de los que algunas vez los votaron, ¿quiénes son los representantes y representados? (¿representados?). Esta vez el “garante” se mancha las manos de sangre una vez más.
La Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa es un colegio con dormitorios para 500 estudiantes, con casas para empleados, con espacios deportivos, con talleres de oficios, con biblioteca, laboratorio de idiomas. Desde 1941 relucen en su réquiem circular y continuo las vestiduras de luto y sin cesar su sien (la nuestra) repite mil veces sus nombres.
La oscura noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre dejó tres normalistas asesinados (junto con tres ciudadanos más que transitaban por el lugar) y otras 43 víctimas de desaparición forzada.
¿La violencia es normal, incuestionada e impune y no nos deja hacer nada?
En las altas tasas de violencia, matanzas o genocidios tu rostro no vacila en el espejo, en esa incansable nube de la tarde, en la mirada de tu hermano ausente, en la tormenta que te despierta, en lo que no tendría que ser pero que es y seguís “inmune” como si nada, sin hacer lo que mejor sabe hacer todo ser humano: sentir.
La indiferencia es la pausa filosa que desgarra la seda, es la copa que no se rompe en la tranquilidad de la noche, es lo que no te incomoda cuando estás en tu silla, es lo que no te hace temblar las piernas, las mejillas. Pero el miedo es el duelo incesante que te persigue en un nuevo día, como al pibe de mi barrio que, por tener puesta una gorra, lo detiene la Policía y si un vil papel no aparece frente a la pregunta de las botas antes de la pesquisa, lo suben al patrullero y así, sin más (con posible reprimenda), el pecho se agita.
Una vez más acá y del otro lado del mundo, la sangrienta maquinaria se institucionaliza y legitima. Por violar las “normas” (manifiestas o latentes) o lo “establecido” surgen opciones: detenido, desaparecido (al mismo tiempo se disuade a otros para que no hagan lo mismo). La dosificación del terror, del miedo, esa sombra que te persigue tocando lentamente tu puerta y hace de tu latir el más fuerte sonido. Tus sentidos se vuelven uno y hacen de tu lugar un oscuro laberinto. El miedo va penetrando silencioso en las diferentes capas del entramado social, de ese tejido social que te rodea hasta el punto de no reconocer y desconfiar que sea tu mirada la del espejo.
Negación de la Justicia, de los expedientes, de los cómplices estatales (y no gubernamentales) por un lado, y por otro, las fosas, los basureros, los calcinados, los que habitan el fondo del mar o entre la hiedra por toda Iguala: 38, 39, 40, 41, 42, 43.
En Ayotzinapa desde hace décadas que no se duerme (como en tantos otros lados) por la búsqueda de justicia, por la negación de derechos que a otros se les da a tan bajo precio.
En Ayotzinapa golpea la sombra donde más doloroso es el golpe, ahí donde estás vos, donde están tus vecinos, donde duermen tus seres queridos.
En Ayotzinapa se escuchó un sonido, una sola ráfaga de plomo que duró varios minutos, bala a bala, segundo a segundo; los sueños y las vidas fueron socavadas.
En Ayotzinapa esos minutos que parecieron horas y muchos combatieron con lápices y hojas en las manos el refuljo de las armas. Esos minutos es lo que tardas en la fila del supermercado, en la conversación con un amigo, en contestar un mensaje de texto o una insípida llamada.
En Ayotzinapa y acá la realidad te abofetea en la cara y si no sentís nada al ver tus ojos en el espejo, tu alma está sin forma, sin contenido y ya hace tiempo vaga en el desierto como algo ausente y sin pretexto.
(*) Estudiante de Sociología de la UNVM