El universo de los viajes da para todo, incluso para gente que se mueve de acá para allá con el sólo objetivo de mirar pájaros. “Observación de aves” se llama la actividad y genera un contacto directo con la naturaleza a partir de la búsqueda de ejemplares. Tanto fanatismo despierta en algunos, que hay hasta quien se lo toma como una profesión. “¿A que te dedicas?”, le pregunta un obrero metalúrgico, todavía de mameluco, todavía apaleado, todavía hastiado de la vida, a un tipo que lleva un loro en el hombro. “Soy observador de aves”, responde el aludido, fresco como un atado de rúcula, y el otro odia a Dios.    

Pero tampoco es para tanto: la observación de aves no es una profesión, sino un pasatiempo, un hobby si se quiere. “¿Qué tiene que ver el Señor de los Anillos en todo esto?”, rezonga un perdido de por ahí, que entendió “Hobbit”. En concreto, la práctica se basa en adentrarse en espacios naturales y distinguir la mayor cantidad de aves posibles. Aquello se logra reconociendo el plumaje o incluso el canto de los bichos. Por ejemplo, si hace “pío pío” es un gorrión, si hace “tero tero”, es un tero, y si hace “¿y cómo es él, en qué lugar se enamoró de ti?”, es un José Luis Perales. 

Dicen los que saben que la época en la que se encuentra mayor cantidad de especies es en otoño y primavera, ya que durante dichas estaciones se da el fenómeno de la migración. Entonces, pueden verse pájaros “de paso”, en áreas en las que no residen habitualmente. “Es verdad: mirá esa urraca gorda, vieja y peluda: para mí que no es de acá”, dice el niño. El padre contesta sin calenturas: “Más respeto con tu tía Gertrudis, que no va a venir más”.