Escribe: Pepo Garay ESPECIAL PARA EL DIARIO
La chica de información turística no entiende ni dónde está parada. Saluda rodeada de folletos inútiles y a la más simple de las preguntas responde con el no saber, con un intento que se disuelve rápido, apenas interrumpido por la brisa de una siesta remolona e infinita. Pero inyecta la mejor de las intenciones, que en casos como este alcanzan y sobran. Sobre todo cuando van acordes a un pueblo como San Carlos Minas (350 kilómetros desde Villa María). Perdido en la esquina noroeste de la provincia, por donde nunca pasa nadie a pesar de las bellezas, la aldea vive de la soledades y del dulce latir de los 1.500 parroquianos, los del alma relajada y prioridades ajenas a la forma de pensar de la Pampa rica. ¿Por qué, entonces, debería estar informada la muchacha, morena, flaquita, tanta bondad y naturalidad para decir: “Ay no sé”; “Ni idea la verdad”; “No sabría decirte?”.
Así que el viajero se las tiene que arreglar solito nomás, entre esas postales de llano y pastizal que se mezclan con las sierras (las llamadas de Guasampa al oeste y las Cumbres de Gaspar al este), en un ambiente geográfico difícil de explicar, porque no es serrano per se, ni tampoco planicie en sí misma. Distinto, en fin. Ya lo venía advirtiendo en la ruta, cuando tras culminar el Valle de Punilla y enganchar con Cruz del Eje, tomaba rumbo sur (visto en el mapa el camino hace una “U” absoluta, aunque desde la ventanilla es imposible darse cuenta), y el paisaje tiraba extrañas palmeras caranday, volcanes adivinados a lo lejos (los de Pocho), y tenues líneas montañosas.
El río, los indios, el gauchaje
San Carlos Minas emergió gracias al trabajo de quienes en pleno siglo XIX se dejaban los pulmones en las cercanas minas de plata y plomo (hoy cerradas). Mucho antes, la zona era habitada por comunidades de comechingones, ahí están los aleros de roca barnizados de pictografías precolombinas y los morteros de piedra, testigos del pasado indígena de la región. Marcada aparece la herencia indígena en los rasgos físicos de buena parte de los actuales pobladores, los que en agosto hasta homenajean a la pachamama. Pero también respira la estela gaucha, que acá todavía se anda a caballo y se hacen sonar los bombos, y se va a misa a la iglesia Inmaculada Concepción, joyita colonial blanca y radiante, de dos torres, enfrentada a la plaza. El fervor religioso de la paisanada se contempla asimismo en las Grutas Virgen del Rosario, Virgen del Valle y Santa Rita, al candor de los talas, de los quebrachos.
Y después está el agua. Tienen para contar los locales al respecto, sobre todo luego de la trágica inundación de 1992 que mancilló la aldea y se llevó 36 vidas en el impulso. Pero se callan (su estado del alma favorito), y tras un impasse hablan del Río Jaime y del Arroyo Noguinet, y la cascada que no tiene nombre, y fundamentalmente del Balneario Municipal Paso del Río, donde el Jaime pasa cómodo y puro, y hay en el rededor de mucho verde, y niños, y viejas charlando en tonada casi riojana.
Fuera de los límites de San Carlos Minas, el viajero recorre caminos de tierra y agradece los mogotes verdes de las Cumbres de Gaspar, y las palmeras, y los campos, sus baqueanos y sus vacas, las imágenes extraviadas en el tiempo. Hasta surge aquel señor de sombrero y pobreza que le cuenta que por ahí al lado una vez se armó la de san quintín, en la batalla de Sancala que enfrentó a unitarios y federales. Gauchaje y potros bravos, épocas lejanas más bien. O no tanto.