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23 de Febrero de 2015
Aluvión en las Sierras Chicas
Apuntes sobre la desgracia
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Una mujer observa desolada los efectos de la creciente

Escribe Jorge Piva (*)



Al mediodía, la señora G. vio un charquito que se abultaba por debajo de la puerta de la cocina y pensó que había cambiado la dirección del viento, que ahora la lluvia pegaba allí, y fue a buscar un trapo de piso para contenerlo. Quince minutos después, con su marido y tres hijos aterrados, vieron desde arriba del techo cómo un torrente entraba a la casa y se llevaba todo. Lo que había cambiado era la dirección de la desgracia, que ahora los azotaba. El marido, que había conservado el celular en un bolsillo, atinó a llamar a Seguridad Ciudadana. Si hubiera podido comunicarse, le hubieran dicho que el móvil estaba tapado por el agua. Hasta que cedió, el alambrado del patio retuvo muebles, ropa, electrónicos y entre todo ello y su pavor la señora G. creyó distinguir el árbol de Navidad que siempre mantenía armado hasta Semana Santa.
Se precisaría un pequeño universo que contuviera a todos los lugares y habitantes de Sierras Chicas afectados por el aluvión para comprender la magnitud y profundidad del drama: ninguna enumeración ni descripción de situaciones y sentimientos podrá abarcarlo. Quizá tampoco las imágenes: uno ve en el televisor a una mujer llorando y al rato se olvida, y mira un partido de fútbol, que olvidará dos días después. En cambio, ver hombres y mujeres llorando de impotencia al lado de uno es casi insoportable. Uno lee 10 muertos y se lamenta, pero la congoja no es muy distinta a la que hubieran motivado 5 ó 20, que son números, que podrían haber sido más de 100 ó 1.000 si la crecida instantánea hubiera ocurrido a la madrugada, con la gente durmiendo. Ver en cambio de cerca el cadáver de un hombre ondulando entre las ramas, troncos y basura que trajo la crecida no se olvida fácilmente.
La Naturaleza adquiere formas violentas y uno se siente una frágil hoja en la borrasca.
El Centro Cívico de Mendiolaza se asemeja a la retaguardia de una zona en guerra: camiones militares, unimogs, gendarmes desarmados, policías armados, móviles de Cruz Roja, ambulancias, vehículos de distintos ministerios, formaciones de cambios de guardia e instrucciones en voz alta. A quienes transitamos por la dictadura ello nos trae una reminiscencia inquietante. Felizmente, ahora las órdenes secas y altisonantes no refieren a subversivos, sino a trasladar bolsones de leche en polvo, aceite y agua mineral. Aunque no nos simpaticen, hay que reconocer que entrenados en cuestiones de logística, los militares ponen una dosis de organización en medio de la caótica buena voluntad de los civiles, que al principio no saben muy bien qué hacer con las pilas de donaciones ni cómo distribuirlas. Es evidente que ningún nivel gubernamental ha aportado agentes entrenados para estas situaciones, si es que los hay. El censo de la desgracia lo hacen dos días después empleados administrativos que llenan formularios y que deben suspender la tarea porque otra lluvia y crecida del río aísla los barrios bajos.
Como siempre, la enorme y anónima solidaridad compite con la hijaputez. Solidaridad material, espiritual, trabajo voluntario, sincera condolencia y desinteresada colaboración conviven con los que vienen de otros pueblos a pedir cosas que no necesitan, para usar o revender, y los ladrones que roban lo que se ha puesto a secar en jardines y veredas y a la noche merodean el espeso silencio que domina las calles de los sectores arrasados.
“Lo peor está por venir” sostienen geólogos y ambientalistas. Señalan que cuando concurren en una región el cambio climático, el pésimo manejo del suelo, la tala de bosques, las construcciones incontroladas en laderas montañosas y urbanizaciones que eluden o subestiman los estudios de impacto ambiental, las lluvias no son retenidas y desembocan sin perder demasiado volumen en ríos y arroyos. Quienes los tildan de alarmistas argumentan que lluvias torrenciales como la registrada el domingo tienen pocos antecedentes y que estadísticamente pertenecen a ciclos ambientales que se miden en décadas. Pero nada garantiza que esos factores concurrentes no sucedan nuevamente, ya que la mayoría de ellos no serán modificados, y todo dependerá del arbitrio de la Naturaleza.  
El llamado corredor de las Sierras Chicas fue otrora despoblado lugar de descanso de familias adineradas de Córdoba y de otras provincias que construyeron allí sus residencias veraniegas o frecuentaron hospedajes y hoteles. Aún sobreviven algunas casonas a la vera de los arroyos, con pircas y contenciones. A principios y mediados del siglo pasado, esos cursos de agua no significaban peligro, ya que sus ocasionales crecidas no pasaban de la naturalidad. Ciudades como Unquillo y Villa Allende tienen sus centros comerciales y administrativos cruzados o bordeados por arroyos. Esto determina que los desbordes, en sus consecuencias, sean policlasistas: no sólo afectan a los sectores humildes que han construido sus viviendas en terrenos fiscales o loteos de bajos cercanos al río.
El “Estado bobo” es más bien idiota. Gruesos recursos económicos y humanos deben destinarse a paliar las consecuencias de estas catástrofes. Es, por cierto, lo que corresponde. Se hace más o menos eficientemente, aunque sin posibilidades de compensar la angustia de los afectados, los que se quedan y los que deciden emigrar porque no les ha quedado nada. En lo estrictamente material, buena parte de esos recursos se ahorrarían si el crecimiento de las urbanizaciones hubiera tenido otra o alguna planificación. Esta conclusión se repite ante cada catástrofe, o sea que no es nueva, pero los gobiernos no han tomado nota de ello. No hay señalizaciones de pertenencias partidarias en esto: desde 1983 hasta la actualidad los municipios afectados han sido gobernados por radicales, peronistas, vecinalistas, sus desgajes, matices y alianzas. La provincia ha tenido un quinquenio radical y ya sobrellevamos otro peronista. Tres décadas atravesadas por el crecimiento exponencial de las urbanizaciones y el consecuente negocio inmobiliario. En 2013, pese al grito en el cielo y las presiones de los desarrollistas, la Intendencia de Unquillo decidió prohibir la construcción de nuevos barrios cerrados y countries y no otorgar más permisos de construcción en barrios asentados en reservas naturales. Pero el daño ya estaba hecho y el ejemplo no cundió. Los desarrollistas no se quedaron sin trabajo: el capitalismo exacerbado siempre suele encontrar lugares y funcionarios dispuestos a atender sus argumentos de peso.
Quizás sea una característica de nuestra identidad nacional el producir dirigentes cuyas miradas no llegan mucho más allá de sus cálculos de permanencia en el poder, poblando las administraciones de militantes más aptos para el menudeo de la política que para diseñar el largo plazo o corregir los errores y pecados del pasado. Así entonces es posible que la familia de la señora G. reconstruya su casa, emparche su desánimo, recree su esperanza y vuelva a armar el árbol de Navidad. Y dentro de un tiempo, desde cualquier punto de la geografía serrana, se escriba otra nota similar a ésta. 

(*) Escritor villamariense residente en Mendiolaza


 


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