Por
El Peregrino Impertinente
Trece millones de tipos viven en Teherán, la capital de Irán. Un monstruo de cemento que como la inmensa mayoría de las metrópolis del mundo ensancha las alas a medida que crecen los suburbios y la desigualdad. Allí, en esa gran ciudad del Medio Oriente, el viajero se pierde descubriendo la fascinante cultura persa. “Que no es sólo alfombras: también tenemos unas aspiradoras buenísimas”, bromea un vendedor revestido en gran sonrisa y por dentro piensa “más vale que esta rata me compre algo”.
Lo cierto es que la urbe, ubicada al norte del país, cobija, además, los recuerdos de la célebre Revolución Islámica de Irán, que en 1979 escribió uno de los capítulos más interesantes del Siglo XX. Para el desmemoriado o el que no tocó un libro de historia más que para tirarlo a la hoguera y bailar desnudo frente a ella al grito de “qué me vienen con los fenicios, aguante Racing” en una noche de excesos, debo decir que la tal revolución tuvo lugar a lo largo y ancho de la nación asiática, pero fue en su capital donde se desarrollaron los episodios cardinales. Lucha de intereses políticos y sociales que involucró a una monarquía despótica apoyada por el Gobierno de Estados Unidos, la oposición de líderes religiosos radicales con ansias de más poder y un pueblo hastiado de la pobreza y el olvido. Lindo cóctel para echarle vodka, tirarle un fósforo y ver qué pasa.
Hoy Teherán recuerda aquellos sucesos (que tras manifestaciones populares masivas y muchos muertos acabaron con la caída de la monarquía y la instauración de un Gobierno islámico), en edificios históricos como la Torre Azadi (epicentro de las protestas), el Mausoleo del Ayatola Jomeini (dedicado a la principal figura revolucionaria y a posteriori fundador de la República Islámica de Irán) y el enorme edificio de la ex-Embajada de Estados Unidos. El último que paseó con una remera de Rambo por el lugar amaneció hecho alfombra.