Cuatro de mayo de 1976. Una calle sola en medio del otoño. Habían salido, quizás habían ido al cine, quizás los había conmovido el lento tarareo de las imágenes casi mudas y la música que salía por los parlantes; una música que se deslizaba por todos los cuerpos de la sala. Quizás, no sé, caminaron tomados de la mano por varias cuadras, hablaron de cosas superficiales como la preparación de una salsa o el goce de una música. Se miraron a los ojos, pienso, y se dijeron lo que se dicen o se prometen todos los enamorados y que es necesario creer, como fe poética, para comenzar cualquier amor: no te abandonaré nunca, no nos abandonaremos nunca. Quizás a él le reconfortó pensar, después de esa mirada, que Tácito, el latino, escribió alguna vez que el corazón es la tumba de aquellos a quienes hemos amado. Y lo pensó con convicción, pero eludió u omitió la parte de la noche y de la salida del cine y la música y el frío. Pensó en que nadie lloró o lloraría su ausencia. El calor de sus manos apretadas, la consideración del lento pero horrible frío de mayo que caía sobre los cuerpos que atravesaban la última noche del mundo.
Llegaron a la casa. Los fantasmas no estaban. Sí había dos hermosos niños, con sus respectivos abrigos cada uno, durmiendo en sus respectivas camas, quizás soñando que tocaban alguna melodía que salvara a Perséfone de Hades, como tocó Cafuné en Mascaró, la última novela de su padre. Como tocó Orfeo y conmovió a Hades.
El cine. La salida del cine. La llegada a casa. Los monstruos.
Haroldo Conti fue secuestrado y desaparecido por el Batallón 601 del Ejército Argentino, orgullosa dictadura de 1976 de haber cazado a su peor enemigo. El poeta llegaba del cine junto con su compañera Marta Beatriz Scavac. La dictadura cívico-militar no soportó que hubiera cometido el ultraje de escribir cuentos como la Balada del Alamo Carolina o la magistral novela Mascaró, el cazador americano, por la que en 1975 había recibido el premio Casa de las Américas, de Cuba. No lo soportó. Le pareció subversivo lo que pensaban y hacían los personajes de Conti. Personajes como Oreste y el Príncipe en Mascaró, alias Joselito Bembé, alias la vida. Basta con leer Mascaró para comprender la libertad con la que se mueve el mundo.
Leer a Haroldo Conti es subvertir el orden. En la literatura y en la vida, que en sí, si uno lo piensa, son una sola cosa.
Marta Beatriz Scavac, la exmujer del poeta, periodista, escritor, navegante, describió en el juicio oral cómo se llevaron a Haroldo Conti esa noche del 4 de mayo de 1976 para no dejarlo salir jamás.
Urondo, Walsh, Oesterheld, Conti, víctimas del terrorismo de Estado. La literatura, el arte, asustan a los que no son capaces de disfrutar simplemente de su esencia o reinventarla con palabras.
Haroldo Conti, el cazador americano, desde ese último 4 de mayo resucitó para siempre y se multiplicó. Algo había hecho.
Juan Manuel Ontivero