Tremenda está la paella valenciana, con su arroz borracho de azafrán, su pollo, su conejo, sus judías verdes. Y hay hasta quien le mete pato, corazones de alcaucil y caracoles, que los libros lo permiten. Muy local la experiencia de deleitarse como Dios manda, con la fuente grande para compartir, la individual o la tapa en miniatura, que se come al pie de la barra, hablando de fútbol o de lo soleado que surgió el día.
Así de mimetizado con el mantel local, así de chupados los dedos, el viajero se dispone a acariciar la ciudad de Valencia. Ubicada en el centro-oriente del país, es un primor de semblante españolísimo, clásico y romántico, de aroma a reyes y príncipes. Incluso cuando es la capital de la Comunidad Valenciana, donde muchos se jactan de hablar el valenciano (muy parecido al catalán) y no el castellano, y de incluso tener por Patria a los Países Catalanes y no a España. Son los menos y se nota. Basta con contemplar cómo flamean las banderas rojas y amarillas, las que impuso Franco, en el ayuntamiento.
“Pero a lo que íbamos”, suelen decir los locales. Y vale la frase para incentivar el arranque, para empezar a caminar el corazón de esta preciosa metrópoli de 800 mil habitantes. Básicamente, tres son las áreas que invitan a hincar ojos y narices: el Centro Histórico (baluarte de joyas arquitectónicas y aires como de leyenda), la impresionante Ciudad de las Artes y las Ciencias y su aledaño Jardín de Turia (dos milagros del urbanismo), y las playas compadronas del Mediterráneo.
El primer espacio marca la esencia del paseo. La llamada “Parte Vieja” es un canto a la historia, a partir de íconos bien definidos, repartidos entre calles atolondradas y en adoquines; templadito el movimiento, a tono con el carácter más bien reservado de los paisanos. Nombres propios son la Catedral (Siglo XIII) y su “Miguelete” (la torre que la corona), la Basílica de la Virgen de los Desamparados, multiplicidad de otras iglesias (San Agustín, San Esteban, Escuelas Pías y un largo etcétera), los Palacios de la Generalitat, Marqués de la Scala y Marqués de Campo. Todos barnizados por una mezcla de barroco, de románico, de gótico. Todos linderos a la Plaza de la Reina y de la Virgen, bellísimas ellas, tan ibéricas, tanto carácter y charlas fuertes (provenientes de los bares, restaurantes y cafetines), las que acogen.
Apenas más alejadas y todavía custodiadas por las murallas medievales (Siglo XIV), que definen los límites del casco, aparecen imperdibles como la Lonja de Seda (de los mercados europeos más importantes en los siglos XV y XVI), el Palacio del Marqués de Dos Aguas (una delicia del gótico), la Plaza de Toros, el citado Ayuntamiento y la plaza homónima (referente de las famosas fiestas de Fallas), la Torre de Serranos y las Torres de Quart (sal y pimienta de las murallas) y el barrio del Carmen (de pasadizos entrañables).
Siglo XXI
Ya fuera del Centro Histórico, la Valencia Siglo XXI presenta credenciales que impactan. El disparador de impresiones es el Jardín del Turia, un parque urbano que se extiende a lo largo de lo que ayer fuera el cauce del río Turia. Aunque el verdadero acaparador de aplausos lleva por nombre Ciudad de las Artes y las Ciencias. Un espectacular complejo al aire libre, que vecino al Jardín del Turia incluye obras de vanguardista diseño (el museo de las Ciencias, el Umbracle, el Hemisféric, el Oceanográfico, el Palacio de las Artes, el Agora…). Emblema de la arquitectura moderna a nivel mundial, lo es también del despilfarro y la polémica: su construcción estuvo envuelta en sospechas de corrupción que involucraron a distintos ámbitos gubernamentales y a su criticado y célebre creador, Santiago Calatrava.
Para el final, viene el contacto con el mar, azul y valiente, sereno y majestuoso, Mediterráneo que le dicen. A tiro de piedra de la médula urbana, La Malvarrosa ofrece un menú a base de arena, chiringuitos (los clásicos barcitos de playa españoles) y movida para disfrutar el verano del hemisferio Norte. Acaso de la mano de una nueva porción de paella y de inspiración valenciana.