A veces la ingenuidad trae gratas sorpresas. Digo esto porque cuando fui a conocer Montevideo (ciudad que recomiendo por su gente, edificios, parques), me llegué hasta el Café Brasilero, del que sólo sabía que era el bar adonde iba Galeano. Entré, no había gente sentada, sólo el muchacho de la barra y la moza. Me senté en una mesita (cuadrada de madera maciza) pegada a la pared y me ubiqué mirando el ventanal enorme que da a la calle, donde el paisaje que se recreaba era propio de las primeras décadas del Siglo XX. Mirando y tomando el café tenía “esa ingenuidad” de que el Maestro entre por esa puerta. No pasaron más de 15 minutos, cuando veo que de la vereda de enfrente él venía caminando, de modo cansino. Además, en ese momento del día no había gente en la zona del bar; entonces, más aun se hizo evidente su presencia para mis ojos. Cuando lo registré, pasaron unos segundos quedándome inmóvil sin saber qué hacer. Al mismo tiempo, el muchacho de la barra sale corriendo y se cruza a charlar con él, lo cual me dio tiempo para que saliera de mi estado de pausa. “Ahí vuelvo, dejo mis cosas, voy a...”, ni me acuerdo bien qué le dije a la moza. Esperé que terminara de hablar con el chico y cuando retoma su camino por la vereda, le digo: “Disculpe, Eduardo, ¿podré sacar una foto?”. Era tal mi ansiedad y emoción, que agarré la cámara y lo abracé e hicimos una selfie (ahora me doy cuenta escribiendo esto de que habíamos innovado porque fue hace cuatro años). Entonces, el Maestro me dice “fijate si salió bien” y yo me empecé a reír y le contesto: “No, Eduardo, es una cámara descartable”. Crucé la calle otra vez, volví a mi mesa del bar y otra vez me quedé mirando la ventana con mi cuerpo que todavía vibraba. No todo terminó ahí, porque al rato nomás, Eduardo entra al bar con un Página/12 abajo del brazo y nos saluda a cada uno de los que estábamos, que en realidad éramos los mismos: el muchacho de la barra, la moza y yo. Se sienta en una mesa, miro entre mis cosas sabiendo que tenía el grabador, pero digo “¿qué le voy a preguntar?”, entonces me dediqué a observarlo (no sé si habrá sido muy abusadora mi mirada), cómo leía el diario, cómo se relacionaba con la gente del bar.
Era el momento de irme: “Chau, gracias, hasta luego”, hice un saludo general. Y me respondieron todos juntos: “Chau”, pero la voz tan particular de Galeano resonó más que las otras.
Guillermo Bovo