Kenia y Tanzania podrían ser los nombres de dos amigas que viven locas aventuras: un día salen a recorrer las montañas en bicicleta, otro a surcar los mares en una balsa, otro a acostarse con el plantel completo de los All Blacks. Pero no. Kenia y Tanzania son dos países del oriente africano, en cuyo seno habitan los masai. Se trata de una de las tribus más emblemáticas del continente, aun cuando nunca hayan sido tapa de la National Geographic o de la menos conocida y mucho menos progresista “Negritos del Tercer Mundo”.
Entre las muchas curiosidades de la comunidad destaca el uso de grandes adornos faciales y su baile tradicional. El llamado “adumu” consiste en saltar muy alto sobre el lugar, como quien busca el contacto con Dios o con De la Sota y Accastello andando juntos en helicóptero, lo que venga primero. Alrededor del danzarín, el resto de los participantes espera su turno. “Uno de éstos tiene que salir bueno para descolgar centros”, se ilusiona en vano el entrenador de arqueros de la tribu, harto de perder finales en pelotas paradas.
Pero, sin dudas, lo que más llama la atención de este pueblo nómade es su conexión con las vacas. Pastores desde tiempos inmemoriales, dependen de su hacienda para sobrevivir. De las cuadrúpedas sacan la carne y la leche (tampoco hace falta ser Sócrates para deducirlo) y también sangre, con las que preparan unas morcillas con yogur marca “Mamita querida”. “No, gracias, ando jodido del cergalte”, miente el foráneo ante el ofrecimiento, esperando que nadie le pregunte qué demonios es el cergalte, pulverizando así la falacia.
Además del alimento, las vacas proveen el techo de los masai. Ocurre que los miembros del clan mezclan el estiércol de los bovinos con barro y paja y a partir del menjunje levantan sus propias viviendas. “Procrear tu abuela”, se jacta uno, y prende un sahumerio.