Escribe: Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO
Si uno llega de noche, la existencia del Parque Nacional El Palmar se asemeja a un imposible. Al borde de la autopista, todo parece monótono y ausente, llanura plácida birlada por coches veloces, ajenos al ahora, a la maravilla. Eso hasta que el viajero desciende del asfalto y con la ayuda de la luna percibe siluetas, de troncos lungos y hojas despeinadas, acá una, allá mil. Hay que ver cómo reluce la abundancia de palmeras en la templanza de las estrellas. Hay que verlo, distinto a cualquier cosa, y empezar a gozar de la extravagante cita.
Al amanecer, los manjares nocturnos mutan con un sol bien mesopotámico y surge el parque en sí para entregarse. Un oasis de 8.200 hectáreas ubicado en el extremo centro-este de la Provincia de Entre Ríos, en los límites patrios, a 570 kilómetros de Villa María. Allí, protegidos por la misma mano del hombre que tanto vulneró en su afán de terrateniente, las palmeras yatay brotan como un sueño de los trópicos. Vendaval de ejemplares, inmensos y bonitos en sus caprichos, que multiplican la vida acompañados de fauna exótica y vital, mientras el horizonte apunta al río Uruguay, a la playa, al histórico sitio de Calera del Palmar, a los arroyos, a las caminatas, a la sorpresa.
La bienvenida
En el ingreso, los guardaparques dan la bienvenida y, celosos, instan a contemplar la naturaleza con respeto, que al tesoro hay que cuidarlo. Queda claro lo de “tesoro” cuando se comienza a desandar el camino, de tierra, que tiene 12 kilómetros de extensión hasta dar en las orillas del río. Todo es palmeras y, aunque la palabra se repita hasta el hartazgo (palmera, palmera y palmera), no basta para reflejar la cantidad.
Así de inspiradora, la propuesta empieza a dar guiños con la llegada de la fauna. Amaneceres y atardeceres resultan expertos en mostrar lo plural de la fauna, que mezcla zorros, jabalíes, carpinchos, gatos monteses, ciervos onix... ¿Qué se siente al presenciar la hermosura de este último, pintitas blancas a los muslos, saltando entre pastizales al llamado del sol? Ideas profundas pues.
En cambio, el muestrario de aves (cotorra, picaflor, martín pescador, carpintero, pato, ñandú...), es más de exhibiciones en cualquier momento del día. Igual que la flora, que además de las gigantonas enjutas (sí, las palmeras), convida espinillos, guayabos colorados, mburucuyás (o pasionarias), talas, molles y un largo etcétera de especies.
Variedad de senderos
A mitad de la ruta interna (kilómetro 6), el lugar empieza a desplegar senderos. En total hay cuatro vehiculares y seis pedestres. Los mismos permiten un contacto directo con el ecosistema de sabana templado, de arroyos (El Palmar y Los Loros), verdores y cantos de pajaritos.
Después, es tiempo de desenlaces. Al final del camino, un centro de servicios con camping, restaurante, proveeduría y hasta museo invita a extender el viaje, a aprovechar la circunstancia. Da para hacerle caso y de inmediato buscar el sendero histórico. Este lleva, entre arboledas y gusto a puro, a las ruinas de la llamada Calera del Palmar, que ayer cobijaba capilla, depósito, muelle y calera en sí. Se trata de uno de los primeros asentamientos jesuitas en el continente (principios del Siglo XVII), donde religiosos e indios guaraníes convivían produciendo cuero. Poco queda hoy para ver, pero bastante para sentir.
Lindante pasa el río Uruguay, dejando a los costados playas apetitosas y obvio, embrujo de palmeras.