Transilvania es una región del centro de Rumania, en la que destaca la hermosa y épica figura de los Montes Cárpatos, uno de los accidentes geográficos más importantes de Europa Oriental. Pavada de paisaje el que materializan las montañas, entre aldeas rurales y relatos de chupasangres. “Por las dudas: esto es jugo de arándanos”, se ataja el juez Griesa, quien disfruta de sus vacaciones en un hotel de la zona.
Ocurre que este paraíso poético es famoso por sus historias de vampiros. La célebre obra Drácula, de Bram Stoker, fue ambientada allí y entonces el lugar ganó fama mundial. La mayoría de los paisanos critican aquel rótulo y se ofuscan muchísimo cuando el extranjero les pregunta si tienen algún pariente con tendencia a clavar los colmillos en el cuello de víctimas inocentes. “Sí, sí, a mí y a mi tío Georgescu nos fascina el tema. Ahora él está ocupado haciéndoles no sé qué a las cabras, pero por 20 euros te hincamos el diente con todo gusto”, asegura un campesino con cara de pedido de captura.
En concreto, algunos de los sitios más emblemáticos relacionados con la leyenda son el Castillo de Bran (de pintas góticas y misteriosas, aunque no guarda ninguna relación con la historia), el Castillo de Drácula (un hotel de impronta siniestra, emplazado justo en el lugar en que Stoker situó la residencia del Conde), y el pueblo de Sighisoara. De dicha localidad era oriundo Vlad Tepes, príncipe de Valaquia durante el Siglo XV y hoy héroe nacional, quien inspiró al escritor irlandés para darle vida a Drácula.
En rigor, al bueno de Vlad no le iba eso de convertirse en vampiro, pero sí lo de empalar traidores. “Es una vergüenza que hayan asociado a un hombre de su ilustre figura con lo de chupar sangre. El solo disfrutaba de introducir palos de tres metros de longitud en el recto de sus enemigos, elevarlos a 45 grados y contemplar como agonizaban y morían lentamente, nada más que eso”, se defienden desde el Instituto Vladiniano de Bucarest.