Escribe: Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO
Miniguía
Ubicación: Norte de la provincia
Distancias: 315 kilómetros desde Villa María
Población: 250 habitantes
Trío de cerros: la localidad, que forma parte de la Reserva Natural y Cultural homónima, recibe el mote del cerro que le domina el plano y le cuida la magia. Una montaña regordeta que encanta a partir de su destello de colores, los tonos rojizos que son culpa de la creación y del hierro y que le dan al lugar la estampa definitiva. Desde cualquier punto de la aldea se aprecia el morro, siempre pegado, la forma cónica, lo colorado del caso y lo verde también. Para mayor alquimia, conviene subirle los lomos a través de un camino travieso y empinado, que sale de a la vueltita de la plaza y busca altura entre rocas corpulentas y la compañía de perros en constante movimiento de cola. Llegar a la cima demanda entre 20 y 30 minutos, y varios tragos de agua.
Una vez en la cúspide, se contempla el esplendor del valle, los tibios, espesos y bellísimos faldeos de las Sierras de Ambargasta y por supuesto el Veladero y el Intihuasi. Son los otros dos cerros que habitan el pueblo y que al igual que el Colorado, esconden el mayor de los tesoros locales.
Pinturas rupestres: claro, las pinturas. Testamento que civilizaciones idas (los comechingones, los sanavirones) dejaron como prueba cabal de su paso por esta tierra. Son aproximadamente 35 mil motivos expuestos sobre la roca, hechos con tintas que los mismos nativos fabricaban en morteros, muy bien estacionados ellos al lado de las obras de arte.
Dichos sortilegios corporizan uno de los conjuntos de pinturas rupestres más importantes del continente. Patrimonio diseminado en más de 120 aleros, que pertenecen a campos privados. Un pecado con solución (se calcula que muchos serán expropiados por el Gobierno provincial en breve), y que por ahora limitan el paseo a tres o cuatro aleros (se hacen obligatoriamente con guías autorizados, en horarios establecidos y de forma gratuita). Qué decir de la emoción al observar los motivos (tienen entre 500 y 1.500 años), de indios en paz y en guerra, animales, montañas, figuras abstractas y el español, tan clarito montado al caballo. Completa la propuesta un escueto Museo Arqueológico.
El legado de “Don Ata”: el hombre de los silencios que hablaban, de la sabiduría profunda, de los destinos de piedra y camino, reposa todavía en la casa. O al menos su espíritu, que es lo mismo. Se trata del Museo de Atahualpa Yupanqui, músico, poeta, peregrino, una de las figuras más notables que dio la cultura argentina y que a este rincón, a pocos kilómetros de la plaza, lo convirtió en su lugar en el mundo.
Repleto de objetos personales, información y recuerdos del bonaerense, el emprendimiento se compone de poquitas, pero vitales habitaciones, una sala de videos, el árbol bajo el que descansan las cenizas de Don Ata, y un paraíso natural imperturbable. Silva el arroyo, cerquita de los rojos del cerro, y se va a perder allende el sector conocido como “El Silencio”: esquina gaucha, llena de mística y postales, la favorita del cantor y sus cuerdas.
Paisanos en “Galerías”: curioso resulta el andar de los paisanos, que son requete amables, aunque tampoco es que se suelten así nomás, más bien respetuosa su charla, más bien de esperar que uno les dé los buenos días antes de largarlos por motu proprio. Viven aquí, entre los cerros, campos sin sembradíos y el paso hacia pueblos vecinos como Caminiaga, San Pedro Viejo, Santa Elena; añosos y abundantes en misterios.
Cuando el sol invita, capaz que se van a acariciarle las cintura al río de los Tártagos o al arroyo de los Molles. En Las Galerías, debajo de un sauce, puede vérselos mirar al frente, el agua refrescándoles los pies, la quebrada de testigo.
