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3 de Mayo de 2015
Amarillas hojas de nuestro primer “Arbol del conocimiento”
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Gloria Palacio, guía del Museo Histórico de la Biblioteca Mayor y curadora de la muestra de libros jesuitas-Sello de la Orden-Licenciada Gabriela Cuozzo, directora de la Biblioteca Mayor de la UNC-Sello de la Orden-Licenciada Gabriela Cuozzo
Recientemente declarada “Memoria del Mundo para América Latina y el Caribe” por la Unesco, la Biblioteca Jesuítica de la Universidad Nacional de Córdoba es esencial para entender no sólo la fundación del Colegio Máximo en 1613 (futura UNC), sino la formación de los primeros intelectuales argentinos. De los 3.900 volúmenes primordiales hoy quedan 2.500 y pueden consultarse en el Archivo Histórico de la Biblioteca Mayor. Ni los saqueos ni las ventas clandestinas tras la expulsión de la Orden en 1767 pudieron diezmar esa colección del saber universal que aún late, emocionada, tras las vitrinas de la Casa de Trejo.
 
Algunas semillas no tienen forma de grano,, sino de libro. No se siembran en la tierra salvaje de un país. No se siembran en los surcos abonados de los campos, sino en los corazones de los hombres que las reciben como una gracia, del mismo modo que esa semilla recibirá después la lluvia. 
Pero muchas veces pasa que nada queda de esas semillas primitivas. Tan sólo aquello que brotó en algunas almas que a su vez recogieron el grano del almácigo personal y lo sembraron en otros corazones. 
Sin embargo, otras veces, ocurre que, maravillosamente, una semilla primitiva se conserva casi intacta. Y por más que haya sido saqueada como un botín de guerra, vendida y rematada, con el tiempo se vuelve a concentrar en el punto original. Como si una fabulosa fuerza de atracción llamara a sus libros con la voz de un pastor que llama a sus ovejas. 
Y eso fue lo que pasó con la Biblioteca Jesuítica de Córdoba, esa maravillosa semilla que la Orden supo traer al país en los albores del Siglo XVII. Fue la primera gran siembra de la cultura europea en Sudamérica, la que dio a luz no sólo al Colegio Máximo en 1613 (futura Universidad Nacional de Córdoba), sino también la que formó a varios próceres de la Primera Junta (como Paso y Castelli), la que alumbró las lecturas de Luis de Tejeda (el primer poeta argentino) y se instauró como el primer faro del conocimiento en tierras de un desolado Virreinato. 
Desde ese momento, la Biblioteca de Assurbanipal en Nínive, la de Alejandría en Egipto y las librerías de las primeras universidades del mundo (Boloña, Oxford, Salamanca) tendrían en su “hermana cordobesa” una compañera de camino, otra guardiana de la eternidad contra la implacable entropía del olvido.
 
Conversaciones en la biblioteca
 
Del tamaño de una gran estación de trenes, pero con paredes y entrepisos de libros, la Biblioteca Mayor de la UNC es una metáfora a gran escala de ese viaje que no tiene fin: el Conocimiento. Allí, bajo lámparas como pequeños faros y un silencio que sólo emanan los libros cuando callan, los estudiantes y el público en general se sumergen en páginas que les hablan por circuito cerrado a sus conciencias. La supervisora de esos dominios es la licenciada en Bibliotecología y Documentación, Gabriela Cuozzo, quien me recibe en su despacho para explicarme la génesis de esta distinción.
“La iniciativa de participar en Unesco nació el año pasado, cuando la Biblioteca Nacional de Buenos Aires se presentó a la Memoria del Mundo con una colección jesuítica sobre el mundo Guaraní. Nosotros, que estábamos llevando a cabo un programa de conservación de la nuestra, digitalizamos 500 volúmenes y nos presentamos también. A fines de octubre nos comunicaron que habíamos sido seleccionados no sólo por haber preservado este conjunto a lo largo de 400 años, sino también por estar poniéndolo a disposición de los usarios”.
-¿Te referís al acceso digital?
-No sólo digital, sino también a la consulta directa. Pensá que los 2.500 volúmenes de nuestra colección jesuítica están guardados en vitrinas en el Museo Histórico y  todos los días hay visitas guiadas. Allí, quienes quieran, los pueden consultar. Los libros están conservados de esta manera desde el año 2000, a una temperatura justa y lejos de la luz. 
-Ese fue el año en que se produjo una restitución histórica para la Biblioteca Mayor y “volvieron” muchos de sus tomos perdidos…
-Sí, porque en 1810 la Junta de Temporalidades había decidido llevar parte de esta colección a Buenos Aires para fundar la Biblioteca Pública, hoy Nacional. Pero durante la gestión del rector Hugo Juri, que luego pasó a ser ministro de Educación de la Nación, la UNC consiguió la restitución de unos 500 libros y eso es algo que recalcó el secretario de la Unesco, Guillherme Canela Godoi, en su discurso del 17 de abril: que las colecciones deben estar aunadas en su lugar de origen. 
-Todavía faltan libros por recuperar...
-Sí, y seguramente han de estar en manos de coleccionistas privados. Pero supongo que este reconocimiento dará mayor importancia a nuestra colección y quizás haya más libros que vuelvan. Eso es lo que esperamos.
 
Y Gabriela me despide en el salón donde 160 mil tomos se levantan como paredes de una estación, esa en la que hay que bajarse de manera ineludible si se quiere “conocer”.
 
Biblia Políglota, la “Wikipedia” del Siglo XVIII
 
Escaleras abajo me espera Gloria Palacio, guía del Museo Histórico, máster en Administración del Patrimonio Cultural Material y curadora de la muestra llamada “La colección jesuítica y la universalidad de los saberes de su época”. 
Si estuviésemos en tiempos de las pirámides, Gloria sería la sacerdotisa que hace bajar las almas profanas a un templo sagrado. Y una vez en el umbral de Osiris, la mujer me comenta que “se me asignó la tarde de ser la curadora, pero antes formamos un equipo interdisciplinario con la directora de la biblioteca, la conservadora, la jefa de libros antiguos, raros y valiosos, una arquitecta y yo. Decidimos que cada sala de la muestra fuese una reflexión en concreto sobre la tarea de la Orden. Así que basándome en el estudio crítico del doctor Alfredo Fraschini, del Centro Fillógico de la UNVM, hice la clasificación y decidí las obras que se exhibirían”.
Y, efectivamente, como en el cuento “La Máscara de la Muerte Roja”, de Edgar Allan Poe, cada habitación de la muestra es un concepto, un color, una armonía, un modo sensible de aprehender. 
En la primera sala es la “Pedagogía y Biblioteca” y por eso pueden verse exhibidas en una caja de cristal “La vida cronológica de San Ignacio” y la “Ratio Studiorum”, de 1651, libro con el cual los jesuitas instruían a sus docentes. La segunda sala reflexiona sobre las diversas ciencias de la colección: Geografía, Ciencias Naturales, Gramática y Farmacopea. La tercera corresponde a las Artes: Arquitectura, Caligrafía, Escultura e Historia de las Artes Plásticas con el libro “La arquitectura de las bóvedas”. En este libro se aprecia el barroco latinoamericano y “se explica cómo hacer bóvedas como esta que hay arriba nuestro, construida en el Siglo XVIII”, comenta Gloria. En la sala cuatro encontramos la sección religión con obras de Angelología, Reglas Monásticas, Crónicas de Santos e Historias Eclesiásticas. Y entonces, como un maravilloso tesoro nunca visto por estos ojos temporales, veo un ejemplar abierto de la “Biblia Políglota”. Y entonces Gloria me explica. “Son 10 tomos en tamaño atlante, de 50 por 80 centímetros, y cada ejemplar está en siete lenguas: hebreo, samaritano, caldeo, griego, siriaco, latín y árabe. Esta Biblia fue aplicada a la colección en 1734 y provenía de París, donde fue impresa en 1645 por Antonio Bipre”. Y entonces, al observar los versículos escritos en siete lenguas, no dejo de pensar que, a mediados del siglo XVII, un tal Antonio Bipre ya había inventado “Wikipedia”. No sólo por insertar páginas para ser leídas en varios idiomas de manera interactiva, sino porque esa “Wikipedia” atravesaba el espacio-tiempo. Primero se adentraba en el caldeo de Nabucodonosor, vencedor de Asiria y cuyos sueños fueron interpretados por el profeta Daniel. Luego pasaba por el samaritano del pozo de Sicar, donde una vez Jesús le pidió agua a una mujer (¿en qué idioma?) para luego llegar hasta el griego de Platón y los Evangelios, el latín de la primitiva Iglesia Occidental y luego el árabe de El Corán y las traducciones de Avicenas y Averroes. También Gloria me mostrará los diccionarios de lenguas aborígenes: mapuche, quechua, tonocoté y lule, con el que se formaban los jesuitas para sus prédicas. Pero ya no puedo pensar en otra cosa que en esa Biblia. 
“Los Jesuitas eran muy estudiosos; pensá que eran una Orden de intelectuales donde la condición para ingresar era conocer una profesión o un oficio. Y el conocimiento que ellos manejaban ya era de vanguardia. Esta colección, si bien se desmembró, nunca perdió el carácter de universal”, me dice Gloria. 
La saludo en la puerta como a una sacerdotisa que me inició en los misterios de la Orden y le agradezco profundamente, sobre todo por haberme mostrado aquel “libro atlante”, la primera piedra roseta de la palabra de Dios que me ha tocado leer en vida, aún sin comprender, sabiendo que su significado es eterno.
 
La misión de la Orden o la “Teología del Encuentro”
 
A la vuelta de la Casa de Trejo, y por la “Manzana de las luces” (declarada Patrimonio de la Humanidad en 2000), se encuentra el recibidor de la Iglesia de la Compañía. Allí me espera su párroco, el padre Carlos Cravenna, quien al verme embelesado en la puerta de una capilla desconocida para mí, me invita a pasar. “Es la Capilla Doméstica, ¿nunca habías entrado?”. Le digo que no, que pasé mil veces por esa calle, pero siempre ignoré la existencia de semejante obra; un fabuloso ejemplo de arte barroco y depurado, donde un altar de oro cargado de santos contrasta con la austeridad del salón y sus bancos de madera. “Cuando fuimos expulsados en 1767, todo esto fue saqueado -me dice el hombre, y a lo largo de esta nota siempre hablará de “nosotros” al referirse a la Orden pronta a cumplir medio milenio-. Te hablo de los cálices, las ropas, los cuadros... Sólo pudimos recuperar el altaar, que tuvimos que dorarlo de nuevo y limpiamos la cúpula con gomas de borrar para sacarle el smog de los colectivos que se había ido acumulando. Esos ángeles que ves pintados ahí on originales. Y si te fijás, tienen cara de aborígenes”. 
Así que le pregunto por la misión fundamental de la Orden en el mundo y el padre, con la tranquilidad de quien ostenta un fabuloso equilibrio espiritual, me contesta: “La misión de los jesuitas fue siempre llevar el Evangelio a todas las culturas y a su vez recuperar lo valioso de cada una para enriquecerla. En América nuestro código era respetar al indio, no explotarlo, y pagarle un salario justo, igual que al europeo. Y también formarnos y formar. 
-Por eso desde Córdoba pidieron en 1630 una imprenta... 
-Sí, para publicar los trabajos que escribíamos desde el Colegio Máximo, como la Historia del Paraguay, que lamentablemente se perdió. Porque una universidad que no publica, no termina de ser una universidad, ¿no? Pero el rey no nos dio el permiso. Pensó que íbamos a hacer una revolución o Dios sabe qué. 
-También la pedían para publicar diccionarios en lengua aborigen...
-Claro. Porque desde acá se iba a Tarija a estudiar las lenguas aborígenes durante dos años y recién después se pasaba a las misiones. Por eso fuimos criticados, por la cercanía que teníamos con el “natural”. Pero el Concilio del Vaticano Segundo de 1959 nos dio la razón. A tal punto que pidió se predicara y diera misa en el idioma de cada lugar, cuando hoy todavía quedan algunos recalcitrantes que quieren dar la misa en latín. 
-¿No se intentó recuperar las piezas saqueadas tras la expulsión?
-No. Pensamos que si esas cosas han servido para ornamentar otras iglesias o bibliotecas, en buena hora. Nosotros no miramos para atrás. Nos gusta empezar los proyectos y cuando se organizan, que los sigan los laicos; porque nosotros nos vamos a otro lado y empezamos con algo nuevo. 
 
Y el padre Carlos me cuenta algo de su biografía. Y cómo, tras estudiar Ingeniería en tiempos de la llamada Revolución Libertadora, del 55, con bombas cayendo sobre Plaza de Mayo, decidió su vocación sacerdotal. Y así, 13 años después, se ordenó en el Colegio Máximo de Filosofía y Teología de San Miguel, provincia de Buenos Aires. También que hace 20 años es párroco en Córdoba y que hace 42 años, a poco de ordenarse, conoció en Buenos Aires a un “provincial” que no olvidaría jamás: Jorge Bergoglio.
 
-¿Alguna vez se imaginó a un Papa jesuita y, encima, argentino?
-Para nada, ni en el mejor de los sueños... Lo que sí te puedo decir es que lo que Jorge hacía en esos tiempos es coherente ciento por ciento con lo que hace ahora. Ayer, por ejemplo, llamó por teléfono acá para saludar a un padre joven. Son esos detalles que tiene... Ahora se le ocurrió hacer el año de la Misericordia por cómo está el mundo. Lo cual me parece maravilloso.
-¿Hubo un mayor acercamiento de los fieles tras la asunción de Francisco?
-Por lo menos acá, nosotros no damos abasto. Hay gente que se acerca para confesarse, para hablar, para pedir consejo. Y eso es gracias a la inmensa tarea de Jorge, que ha hecho de la Iglesia “un hospital de campaña donde permanentemente tenemos que recibir heridos”, como él dice. Hay curas que se instalan en sus sillones, pero él les dice “salgan, vayan a la gente”. Y esa es la escencia del Evangelio. Jorge recupera ese mensaje cada día y lo hace a través del concepto de la Teología del Encuentro, donde dice que Dios nos “primerea” siempre, nos llama y nos dice “si me abrís la puerta, voy a compartir tu vida con vos, tu mesa y te consolaré como nadie”.
 
Y al decirme esto, el padre Carlos me abre la puerta a un fabuloso refectorio donde se quedará charlando a lo largo de una hora, contándome de los libros recuperados de la colección, de todo lo que vale esta reivindicación de la Unesco, del inminente perdón a los atropellos del pasado. Pero que ellos, es decir “nosotros -como siempre dice- ya estamos pensando en lo que viene. Somos una Orden que mira hacia adelante. No nos quedamos en lo que pasó. Vamos al encuentro con el futuro. Vamos hacia la Segunda Venida de Cristo”.
 
Iván Wielikosielek

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