Los barrabravas de Juventud Antoniana de Salta lo verán como un seductor proyectil para partirle el occipital a su rival de turno. Pero los adoquines, esencia de calzadas y caminos, son mucho más que eso. Sobre todo para el viajero, que en distintas ciudades y pueblos del mundo los pisa y los admira, buscando en sus fisuras los misterios del tiempo, los avatares de las civilizaciones, y un billete de 10 que se le haya caído a algún borracho.
Nacieron hace una veintena de siglos, en la búsqueda del hombre por construir vías seguras y eficientes. Hartos del tropiezo de las vacas y de las polvaredas dignas de patio de malambeador drogado, los romanos comenzaron a colocar rocas sobre calles y rutas. Utilizaban piedra natural tallada, posibilitando un piso firme pero todavía enclenque. El paso del tiempo permitiría ir perfeccionando la técnica, hasta que en el despertar del Siglo XX (con la producción masiva de automóviles), se pasaría a fabricar adoquines de arcilla. La alegría de las viejas al poder barrer cunetas ahora completamente alisadas: “No estaba tan contenta desde mi casamiento, hace 138 años”, comentó entonces la señora Blanquita.
Hoy, los adoquines se reparten en aldeas y metrópolis alrededor del planeta, con preeminencia en países de Europa y de América. En nuestro continente despiertan especial admiración en las localidades de signo colonial, rincones donde los elementos en cuestión protagonizan postales repletas de aura histórica. “¿Vieron que no sólo les trajimos espejitos de colores?”, dice al respecto un altanero diplomático español y no falta quien al escucharlo le gestione una visita a domicilio del comando de ISIS más cercano.