Por
El Peregrino Impertinente
Uno mira la cara de Rodríguez Larreta y piensa muchas cosas (¿buenas o malas? Eso lo dejamos en misterios), y por obra del envilecimiento le viene a la mente un dragón de Komodo. El mayor lagarto del mundo (Rodríguez Larreta no, el dragón), que llega a medir tres metros de largo, y así deja a las cucarachas del barrio muy en segundo puesto. Pavada de reptil, cuyos primeros ancestros habitaron la tierra hace 200 millones de años, lindo número para jugarlo a la quiniela.
Atrapados por el sortilegio que emanan los bichos (también emanan otras cosas, aunque menos poéticas), son muchos los viajeros que se acercan a contemplarlos en su hábitat natural. Esto es, la región central de Indonesia, más precisamente el Parque Nacional Dragón de Komodo. En el espacio protegido residen buena parte de los pocos miles de especímenes que quedan en el mundo, el planeta con más supermercados chinos per cápita de la vía láctea.
Allí, los exóticos cuadrúpedos se pasean cansinos, bendecidos por el sol y por los espectaculares paisajes del parque (declarado Patrimonio de la Humanidad y una de las siete maravillas naturales del mundo); aunque los muy bestias estén más preocupados en buscar carroña (son capaces de clavarse un ciervo como si nada), que en disfrutar las alucinantes postales de las islas.
Así, resulta común ir caminando por los senderos, ante la mirada de montañas de origen volcánico, y de pronto encontrarse de frente con un tremendo dragón de Komodo. Entonces, las opciones son dos: intentar acariciarle el lomo y decirle “¿de quién es este bichito tan bonito que tiene una lengua bífida más grande que mi brazo, eh? ¿De quién es? Cuchi, cuchi, cuchi”, o correr como alma que se la lleva el diablo.
Los responsables del lugar cuentan que no son pocos los extranjeros que, enfundados en armaduras medievales y blandiendo enormes espadas, llegan al parque y preguntan: “Por mi honor y el de mi ilustre rey, decidme: ¿dónde están esos malditos dragones?”