Especial para
EL DIARIO
Ubicada en los extremos de Alemania, a sólo 160 kilómetros de la frontera con Dinamarca (y por lo tanto de Escandinavia), Hamburgo exhibe todas las características de una ciudad nórdica. Estructuras monumentales, que se acumulan cercanas al mar y al puerto (muy emblemático él, uno de los más grandes del mundo), con cantidad de espacios verdes, ambiente a estado de bienestar, ausencia de emociones en el semblante de los locales, calles repletas de bicicletas, arte y cultura alternativa. Una metrópoli atrapante, que no es niña bonita, sino adulta con carácter. Lo grita por los poros, o mejor dicho, lo afirma constante, sonante, sin prejuicios y sin importar el que dirán, que así es el estilo por estos lares.
La segunda urbe más importante del país germano (1,7 millón de habitantes tiene), empieza a contar cosas desde el Rathaus (“Ayuntamiento”, en alemán). El edificio madre de Hamburgo sorprende con su imponente estructura, una joya de casi 700 habitaciones, pinceladas renacentistas y esos tejados verdosos, perturbadores y divinos (otra muestra del estilo nórdico). Alrededor de su figura, la ciudad despliega medallas.
Ejemplo de ello es el lago Binnenalster, que a su vez colinda con el Ausenalster (los nombres se los da el río Alster, que los alimenta). Hermosa la postal, abundante en follaje el entorno. Hombres y mujeres compartiendo pícnics veraniegos sobre el césped impoluto, al son del agua y de los barcos que alojan bares y restaurantes (y también vanguardia y estilo), atracados en la orilla. El rededor inmediato es híbrido de bosque y urbanidad, ideal para pasear en bicicleta en compañía de la naturaleza de un lado, y de la arquitectura clasicista y europeísima del otro. En ese sentido, destacan iglesias como las de San Miguel, de San Pedro, de Santa Catarina y de San Nicolás; el Museo de Historia y la elegante Sala Laeiszhalle (si hay algo que Hamburgo tiene de sobra son los museos y los espacios dedicados al teatro, a la música, al arte, a la creación).
La bohemia de St Pauli
Después del tentempié céntrico, de ver lo ordenado y exótico del caso (al menos a nuestros ojos sudamericanos); toca conocer el sostén espiritual de Hamburgo. Radical el cambio. Queda claro al ingresar a la zona del puerto, en la mítica calle Reeperbahn, donde prostitutas conviven con artistas de signo snob, y los jóvenes en plan de fiesta con marineros de mil razas. Lo variopinto del escenario mezcla cafetines con estilo y sexshops abiertos las 24 horas (uno nunca sabe cuándo le puede hacer falta algo). La zona se recuesta en el barrio de St Pauli (abreviatura de Sankt Pauli), símbolo de bohemia y credos progresistas a nivel continental.
Cerca de allí, el área del puerto invita a visitar el Mercado de Pescados, a contemplar el Elba, a intuir como el río se va despidiendo de Alemania para conectarse con el gélido Mar del Norte. También a husmear el Speicherstadt, un minidistrito compuesto por antiguos almacenes portuarios y surcado por canales. Los pilotes de madera sostienen edificios bellos y enigmáticos, de marcado perfil neogótico, varias plantas, fachadas de torres, altillos y ladrillo visto. Muy especial, muy sui generis su impronta. Como todo en esta ciudad que desborda actitud.