En la punta noroeste de Tucumán, colgadas como Pitty Alvarez, las Ruinas de Quilmes emanan sus hálitos de magia y leyenda. Se trata de los restos de uno de los establecimientos precolombinos más importantes del país, aunque en la época en que la ciudad fue construida, hace unos 2.800 años, no existía Argentina, y por lo tanto tampoco los Scioli, Macri o Massa que quisieran gobernarla. Entonces, las ganas de tirarse de palomita desde un 18° piso eran mucho menores.
Al resguardo del cerro del Rey, sobre cuya base se despliega, el asentamiento debe su nombre a una de las tribus con mayor peso en la región: los Quilmes. Férreos enemigos de otras colectividades de similares características, como los Schneider o los Budweiser, estos nativos en realidad encontraban en los Calchaquíes a sus rivales más poderosos. Eso hasta que llegaron los españoles, al grito de “¿pero que ostias es este embrollo de indios, joder?”
En concreto, las ruinas tienen una extensión de más de 300 mil metros cuadrados (ojo con las erecciones de los corredores inmobiliarios), y comprenden los despojos de lo que fuera una auténtica urbe indígena (se estima que llegaron a vivir en ella cinco mil personas al mismo tiempo). Casas, cultivos, represas de agua, murallas de defensa, templos y otras áreas comunes se adivinan entre las parcelas, muy bien delimitadas por estructuras de piedra. Por leyes estrictas del lugar, está terminantemente prohibido sacar las rocas y tirárselas por la cabeza al pesado del guía, lo que sin dudas le quita algo de encanto al paseo.
Otra gran virtud de las ruinas (restauradas en el año 1978), la corporizan sus espectaculares paisajes. Aridez norteña que decora este bellísimo sector de los valles Calchaquíes, en el que los cactus son recurrentes. Lo mismo que la aparición de espíritus Quilmes, cuyas voces suelen escucharse en el viento: “El Sabor del Encuentroooooo”. Hasta donde hemos llegado con el marketing.