Escribe
Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO
La historia nos miente de nuevo. Nos dice que a las ruinas de Machu Picchu, en el Departamento de Cuzco (dicho en quechua), al sur del Perú, las descubrió Hiram Bingham, en 1911. Como si los paisanos de la zona, descendientes directos de los mismos incas que levantaron el máximo símbolo del reino, no la conocieran de antes ¡Si fue un changuito de por ahí el que le mostró el camino al explorador estadounidense! Los ojos como el dos de oro tenía el gringo al contemplar la maravilla.
Hoy, son los viajeros de 100 mundos los que imitan a aquel aventurero y estupefactos se quedan admirando esa ciudad sagrada a la que sólo accedían los capos de la colectividad y ahora ellos. Alrededor, cerros puntudos y verdísimos (verdesisímos, sería más apropiado) ponen el telón de fondo perfecto. La escena es pura América: el legado, la naturaleza, el indio, la memoria…
Las ruinas están ubicadas a tiro de piedra de Aguas Calientes. El pueblo sirve de puerta de entrada al complejo, que reposa 45 minutos de caminata (o 10 de bus) arriba, camino asfaltado de caracol mediante. Una aldea encantadora, aún después de la inundación de 2010 que la dejó temblando. El mercado central es donde se ve más movimiento y se come por monedas una tremenda pata de pollo con “su arroz, sus papas, su yuca”, de acuerdo a las cocineras/vendedoras en delantal.
Allá arriba
Pero a lo que íbamos, es que a 2.500 metros de altura sobre el nivel del mar, el Machu Picchu espera. Una vez sorteado el camino, el tesoro aparece y, majestuoso, le susurra al visitante su línea de vida. Que fue construido allá por el siglo XV, acaso para descanso de los emperadores, acaso como santuario religioso. Qué supuso toda una hazaña de ingeniería y arquitectura para la época, teniendo en cuenta no sólo lo bien pensado del plano, sino también el complejo contexto de quebradas, precipicios y selva que lo cobija. Que los conquistadores españoles no lo llegaron a ver porque los nativos, enterados del aterrizaje extranjero, abandonaron el lugar y nadie contó el secreto.
Lo cierto es que demasiado bien conservadas andan las ruinas. Uno las recorre y se encandila con el pasado, analizando cada uno de los espacios. En el llamado “Sector Rural”, destacan las terrazas de cultivo, perfectas en escalera, el mejor balcón para apreciar la postal inolvidable: el Huayna Picchu (el cerro que sale en todas las fotos, al que se puede trepar en empinada caminata, pero sacando turno), coronando el laberinto de piedras. La jungla espesa tras los abismos. Un deleite.
Después, en el “Sector Urbano” respira el recuerdo de la civilización perdida. “Incas” llevan de tatuaje las rocas, el elemento central de espacios como la plaza Principal, el Templo Principal, el Templo del Sol, el Templo de las Tres Ventanas, la pirámide de Intihuatana, la Roca Sagrada y la Casa de los Sacerdotes, entre muchos otros rincones.
Cómo llegar
Para llegar al Machu Picchu desde la ciudad de Cuzco, hará falta seguirle los pasos al Camino del Inca oficial (y sus cuatro días de caminata organizada a U$S 400) o a alguno de los otros senderos que se dispersan por el valle sagrado (y que no requieren ni reservas con meses de anticipación ni bolsillos abultados. Las ganas nomás). Otra opción es tomar el tren (130 kilómetros desde Cuzco) hasta Aguas Calientes. O bien una serie de buses hasta la llamada central hidroeléctrica y desde allí marchar unos 10 kilómetros por las vías del tren.
Lo más recomendable, en todo caso, es ir.